CUANDO SOBRAN LAS PALABRAS
Sucedió
una mañana. Me desperté con la incómoda sensación de que nada encajaba. No
sabía por qué: había dormido bien, sin sobresaltos ni pesadillas, no padecía
ningún malestar físico, pero me sentía desapacible; algo así como una profunda
amargura que me oprimía. Salí de la cama y fui a preparar el desayuno. Me movía
en cámara lenta. Encendí la radio. Mientras apuraba los copos de maíz, avena y
trozos de frutas, fui recorriendo, como de costumbre, las distintas emisoras (no
es cuestión de aceptar así como así una sola versión de los hechos). ¡Cuántas
imbecilidades, por favor! Periodistas, analistas políticos, columnistas,
panelistas, locutores y locutoras recitando un rosario de sandeces,
banalidades, falsedades, lugares comunes, todo ello revestido con un halo de
análisis político. Nada nuevo, pero esa mañana estaba más intolerante que lo
habitual. Tomé una ducha, me vestí con lo primero que encontré a mano, apagué
la radio y salí. Era un día brillante, diáfano que, sin embargo, no pudo
disipar la niebla amarga que me envolvía.
Entré
al bar de la esquina, a pocos metros del edificio donde vivo, no porque tuviera
un particular deseo de consumir algo, sino porque deseaba demorar el momento de
afrontar mis obligaciones laborales. Pedí un café.
Y allí estaba, sentado a la mesa junto a la ventana, taciturno, con la vista perdida en la calle rumiando mi pesadumbre. En eso, una niña de unos seis, siete años y su madre, tomadas de la mano, pasaron caminando ante el ventanal. La pequeña me miró, me sonrió y me saludó agitando su mano. Le respondí del mismo modo. Las seguí con la vista hasta que desaparecieron tras la fachada del local. De inmediato llamé al mozo, pagué el café y abandoné el lugar. Sonreía. El día había cobrado sentido.