sábado, 19 de abril de 2025

MIS ADORABLES ENEMIGOS



MIS ADORABLES ENEMIGOS

CRÓNICA DE BUENOS AIRES

 

 Era la mañana de un domingo de otoño: húmeda, negros nubarrones cargaban el cielo, sin embargo, la temperatura era agradable. Me senté a una mesa en la vereda, debajo del toldo que se desplegaba en la ochava de un bar que suelo frecuentar porque preparan el café como me gusta. Estaba solo, nadie ocupaba el resto de las mesas dispuestas en el lugar. La calle estaba vacía; un que otro transeúnte o algún vehículo pasaban de tanto. El silencio reinante era acogedor. Me dispuse, entonces, a corregir el primer borrador de un cuento que había terminado hacía ya varios días. Así pues, me aboqué a la tarea, en tanto, sorbo a sorbo, saboreaba mi dosis de cafeína. De repente, un golpe en el respaldar de la silla que repercutió en mi espalda, me arrancó del mundo de fantasía en el que me había sumido. Molesto, me volví hacia atrás con vehemencia revelando mi fastidio. Una mujer que rondaría los cincuenta años, entrada en carnes y rostro de facciones duras había desplazado una silla para hacerse espacio y sentarse a una mesa situada precisamente detrás de la mía, donde otra mujer, de contextura y facciones similares a la primera, ya ocupaba el lado opuesto. ‘Disculpe’, me dijo a regañadientes, al menos así me sonó; yo asentí con un desdeñoso movimiento de cabeza.

Me dispuse a retomar la tarea, pero ya no pude. Las dos mujeres se dieron a conversar en voz tan alta como si quisieran compartir sus asuntos con todo el barrio; era como si me estuviesen hablando al oído Imposible concentrarme en el texto que tenía delante. A la mierda con esto, me dije, y estuve a punto de marcharme, pero me contuve, apenas había bebido un par de sorbos del café y deseaba terminarlo; la corrección de cuento podía esperar.

Saboreaba el expesso, intenso, con densa espuma marrón, mientras me distraía paseando mis ojos por el quiosco de la esquina opuesta, la carnicería, metros más allá, el portero de un edificio lavando la vereda, el local de venta de cotillón todavía cerrado; el agente de policía caminando con paso moroso ida y vuelta un tramo de la cuadra... Al cabo de un rato, tal vez aburrido de mirar un escenario harto conocido, sin haberlo premeditado me encontré escuchando la conversación de las mujeres. Y es que los diálogos ajenos ejercen u atractivo singular; suelen despertar nuestra curiosidad; sí, a los humanos nos encanta espiar por el ojo de una cerradura. Al fin de cuentas, si ellas querían informarme de sus asuntos quién era yo para contradecirlas.  

Al principio la charla me decepcionó, no decían nada original: protestaban por los aumentos de pecios en el supermercado, en las facturas de los servicios, en la ropa, y cosas así. Pero, de repente, una de las mujeres llamó al vigilante. Éste cruzó la calle y se acercó con su mismo paso cansino. Cuando lo tuvo a su lado, la mujer, después intercambiar el protocolar saludo, le informó que había visto a dos jovencitos merodeando con actitud sospechosa, y le pidió (me sonó como una orden) que vigilara sus movimientos. El policía asintió, como de compromiso, y reanudó su rutinaria peregrinación. “Hay que estar atenta a todo”, le dijo la mujer a su amiga. Seguido le relató que la semana pasada había contratado a un plomero que le recomendó su cuñada para arreglar la válvula del inodoro; “resultó ser un bribón”, dijo, simulaba estar concentrado en el trabajo mientras fisgoneaba con disimulo, seguramente buscando algo para rapiñar: un “negro de mierda”, concluyó. También se refirió a una persona que vagabundeaba por su calle, y que al verla se alejaba casi corriendo. La segunda mujer, la de la silla, cuya su voz sonaba áspera, como la de una fumadora empedernida, no queriendo ser menos que su amiga relató un entredicho con su jefe: “Un sinvergüenza pelotudo, un hijo de perra; me encomendó una tarea que no me correspondía. Yo por supuesto me negué. Me amenazó con sancionarme si no cumplía con su pedido. Entonces, le dije que si lo hacía lo iba a denunciar por haberme tocado el culo”. En este momento sonreí. Apenas si la había visto fugazmente cuando me volví por lo del golpe en mi espalda, y no podría imaginar que alguien se hubiese tentado a cometer tal acto.

¡Suficiente!, pensé. Había terminado el café. Pagué y me fui.

Me alejé pensando que desde los albores de la humanidad el ser humano supo crear enemigos: familias o tribus foráneas, dioses distintos a los propios, colores de piel diferentes, culturas ajenas, linajes de nacimiento indignos, pertenencias a partidos políticos rivales o profesantes de ideologías no compartidas; en fin, miríadas de razones (o tal vez debiera decir excusas) que justifican enconos entre los hombres. Pero más allá de consideraciones políticas, económicas o sociológicas, existen personas que poseen una particular propensión para crear antagonistas, como si necesitaran reafirmar sus personalidades desacreditando al otro. Y el drama de la actualidad es que cada vez son más los inquisidores, y más sus víctimas.


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