MIS ADORABLES ENEMIGOS
CRÓNICA DE BUENOS AIRES
Me dispuse a retomar la tarea, pero ya no pude. Las dos mujeres se dieron a conversar en voz tan alta como si quisieran compartir sus asuntos con todo el barrio; era como si me estuviesen hablando al oído Imposible concentrarme en el texto que tenía delante. A la mierda con esto, me dije, y estuve a punto de marcharme, pero me contuve, apenas había bebido un par de sorbos del café y deseaba terminarlo; la corrección de cuento podía esperar.
Saboreaba el expesso, intenso, con densa espuma marrón, mientras me distraía
paseando mis ojos por el quiosco de la esquina opuesta, la carnicería, metros
más allá, el portero de un edificio lavando la vereda, el local de venta de
cotillón todavía cerrado; el agente de policía caminando con paso moroso ida y
vuelta un tramo de la cuadra... Al cabo de un rato, tal vez aburrido de mirar
un escenario harto conocido, sin haberlo premeditado me encontré escuchando la
conversación de las mujeres. Y es que los diálogos ajenos ejercen u atractivo
singular; suelen despertar nuestra curiosidad; sí, a los humanos nos encanta
espiar por el ojo de una cerradura. Al fin de cuentas, si ellas querían
informarme de sus asuntos quién era yo para contradecirlas.
Al principio la charla me decepcionó, no
decían nada original: protestaban por los aumentos de pecios en el supermercado,
en las facturas de los servicios, en la ropa, y cosas así. Pero, de repente,
una de las mujeres llamó al vigilante. Éste cruzó la calle y se acercó con su
mismo paso cansino. Cuando lo tuvo a su lado, la mujer, después intercambiar el
protocolar saludo, le informó que había visto a dos jovencitos merodeando con
actitud sospechosa, y le pidió (me sonó como una orden) que vigilara sus
movimientos. El policía asintió, como de compromiso, y reanudó su rutinaria peregrinación.
“Hay que estar atenta a todo”, le dijo la mujer a su amiga. Seguido le relató
que la semana pasada había contratado a un plomero que le recomendó su cuñada
para arreglar la válvula del inodoro; “resultó ser un bribón”, dijo, simulaba
estar concentrado en el trabajo mientras fisgoneaba con disimulo, seguramente
buscando algo para rapiñar: un “negro de mierda”, concluyó. También se refirió
a una persona que vagabundeaba por su calle, y que al verla se alejaba casi
corriendo. La segunda mujer, la de la silla, cuya su voz sonaba áspera, como la
de una fumadora empedernida, no queriendo ser menos que su amiga relató un
entredicho con su jefe: “Un sinvergüenza pelotudo, un hijo de perra; me
encomendó una tarea que no me correspondía. Yo por supuesto me negué. Me amenazó
con sancionarme si no cumplía con su pedido. Entonces, le dije que si lo hacía lo
iba a denunciar por haberme tocado el culo”. En este momento sonreí. Apenas si
la había visto fugazmente cuando me volví por lo del golpe en mi espalda, y no
podría imaginar que alguien se hubiese tentado a cometer tal acto.
¡Suficiente!, pensé. Había terminado el
café. Pagué y me fui.
Me alejé pensando que desde los albores
de la humanidad el ser humano supo crear enemigos: familias o tribus foráneas, dioses
distintos a los propios, colores de piel diferentes, culturas ajenas, linajes
de nacimiento indignos, pertenencias a partidos políticos rivales o profesantes
de ideologías no compartidas; en fin, miríadas de razones (o tal vez debiera
decir excusas) que justifican enconos entre los hombres. Pero más allá de
consideraciones políticas, económicas o sociológicas, existen personas que
poseen una particular propensión para crear antagonistas, como si necesitaran
reafirmar sus personalidades desacreditando al otro. Y el drama de la actualidad
es que cada vez son más los inquisidores, y más sus víctimas.
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