miércoles, 23 de septiembre de 2020

LIBROS QUE ALIMENTAN

 


LIBROS QUE ALIMENTAN

 

Durante años mantuve la diaria rutina de caminar por el parque Rivadavia. No eran caminatas livianas, como quién pasea mirando vidrieras; era una actividad que encaraba con seriedad. Temprano, en la mañana, vestía los pantalones de jogging en invierno, shorts, en verano, una simple remera o abrigado con un grueso buzo, según lo ameritara el clima y zapatillas deportivas. Ya en el parque, transitaba entre los canteros esforzándome por sostener un paso acelerado todo el tiempo.

Pero llegó el Covid y con él, las restricciones sobre las actividades, la circulación y las reuniones, en suma, confinamiento, como único recurso para minimizar las probabilidades de contagio y expansión de la enfermedad hasta tanto se desarrolle la vacuna o, al menos, un remedio efectivo para su cura, Así pues, suplí esos recorridos matinales por entrenamiento puertas adentro. Se trata de una serie de rutinas cardio que aprendí siguiendo los excelentes videos (cinco millones de suscriptores avalan mi opinión) publicados por un instructor colombiano en su canal de Youtube.

Entreno en el balcón, con vista a la calle. Al otro lado de la calzada el Gobierno de la Ciudad colocó, como si fuese un automóvil estacionado, una de esas campanas color verde dónde los vecinos y encargados de edificios deben (o deberían) disponer la basura reciclable.

A diario llegan hasta el contenedor los ahora denominados recuperadores urbanos (conocidos a partir del 2001 como cartoneros y actualmente agrupados en cooperativas), remolcando sus carros en los que portan inmensos bolsones color arena donde acumulan los papeles, cajas de cartón, envases plásticos o cualquier otro material que luego les son comprados por las empresas recicladoras de residuos.

Ocurrió hace un par de semanas. Eran un hombre y una mujer. Jóvenes ambos. Él tiraba del carro, ella caminaba al costado, del lado del tránsito. Ya junto a la campana, el hombre introdujo la cabeza por la boca con forma de T abombada, similar a una pieza de rompecabezas, y al cabo de unos pocos segundos extrajo, con cierto esfuerzo, una bolsa blanca, bastante voluminosa. Hasta ese momento nada fuera de lo normal. Depositó la bolsa en el suelo, la abrió y sacó un libro. Sin detenerse a examinarlo, le arrancó las tapas y las acomodó en un extremo del costal, acto seguido se aplicó en desprender todas las hojas, de a fajos, que fue acondicionando en otro lugar del bolsón, separadas de las primeras. Detuve mis ejercicios para observarlo. Obró de igual modo con otro libro, y así libro tras libro hasta vaciar la bolsa. Creo haber contado algo más de una decena de volúmenes. En tanto, su esposa o pareja, es lo que supuse, lo contemplaba con aire indiferente. Cumplida la tarea se marcharon.

Mientras se alejaban, él arrastrando el carro, ella detrás, los seguí con la vista hasta que desaparecieron devorados por las moles de cemento del barrio.

Volví a mi rutina, mientras pensaba: nunca un mejor destino para un libro que el de proporcionar comida a una familia, al menos por un día.