LIBROS QUE ALIMENTAN
Durante años mantuve la diaria rutina de caminar por el parque Rivadavia. No eran caminatas livianas, como quién pasea mirando vidrieras; era una actividad que encaraba con seriedad. Temprano, en la mañana, vestía los pantalones de jogging en invierno, shorts, en verano, una simple remera o abrigado con un grueso buzo, según lo ameritara el clima y zapatillas deportivas. Ya en el parque, transitaba entre los canteros esforzándome por sostener un paso acelerado todo el tiempo.
Pero llegó el Covid y con él, las restricciones sobre las actividades, la
circulación y las reuniones, en suma, confinamiento, como único recurso para minimizar las probabilidades de contagio y expansión de
la enfermedad hasta tanto se desarrolle la vacuna o, al menos, un remedio
efectivo para su cura, Así pues, suplí esos recorridos matinales por entrenamiento
puertas adentro. Se trata de una serie de rutinas cardio que aprendí siguiendo
los excelentes videos (cinco millones de suscriptores avalan mi opinión) publicados
por un instructor colombiano en su canal de Youtube.
Entreno en el balcón, con vista a la
calle. Al otro lado de la calzada el Gobierno de la Ciudad colocó, como si
fuese un automóvil estacionado, una de esas campanas color verde dónde los
vecinos y encargados de edificios deben (o deberían) disponer la basura
reciclable.
A diario llegan hasta el contenedor los ahora
denominados recuperadores urbanos (conocidos a partir del 2001 como cartoneros
y actualmente agrupados en cooperativas), remolcando sus carros en los que
portan inmensos bolsones color arena donde acumulan los papeles, cajas de
cartón, envases plásticos o cualquier otro material que luego les son comprados
por las empresas recicladoras de residuos.
Ocurrió hace un par de semanas. Eran un
hombre y una mujer. Jóvenes ambos. Él tiraba del carro, ella caminaba al
costado, del lado del tránsito. Ya junto a la campana, el hombre introdujo la
cabeza por la boca con forma de T abombada, similar a una pieza de
rompecabezas, y al cabo de unos pocos segundos extrajo, con cierto esfuerzo, una
bolsa blanca, bastante voluminosa. Hasta ese momento nada fuera de lo normal. Depositó
la bolsa en el suelo, la abrió y sacó un libro. Sin detenerse a examinarlo, le
arrancó las tapas y las acomodó en un extremo del costal, acto seguido se
aplicó en desprender todas las hojas, de a fajos, que fue acondicionando en
otro lugar del bolsón, separadas de las primeras. Detuve mis ejercicios para
observarlo. Obró de igual modo con otro libro, y así libro tras libro hasta vaciar la bolsa. Creo haber contado algo más de una decena de volúmenes. En tanto, su
esposa o pareja, es lo que supuse, lo contemplaba con aire indiferente. Cumplida
la tarea se marcharon.
Mientras se alejaban, él arrastrando el
carro, ella detrás, los seguí con la vista hasta que desaparecieron devorados
por las moles de cemento del barrio.
Volví a mi rutina, mientras pensaba: nunca un mejor destino para un libro que el de proporcionar comida a una familia, al menos por un día.
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