lunes, 10 de agosto de 2020

UN CAFE DE MIERDA

 


UN CAFÉ DE MIERDA

CRÓNICAS DE BUENOS AIRES

 

Sucedió en agosto del 2019. Era una tarde soleada de invierno. Iba por la avenida Callao, hacia Rivadavia, dispuesto a tomar el subterráneo de la línea A. Una brisa suave del sur acariciaba las calles de la ciudad, y tal vez por eso la atmósfera se apreciaba más límpida y liviana que de costumbre. El sol, un disco, apenas teñido de anaranjado pálido, contrastaba con el celeste intenso del cielo sin una sola nube. A la sombra, el frío se hacía sentir en manos y rostro, pero bajo los rayos del sol se experimentaba una sensación de amable calidez.

Un par de cuadras antes de llegar al edificio del Congreso me topé con el local de una cadena de cafeterías, a cuyo frente, en la vereda soleada, había dos mesas libres.

Debo decir que el café es una de mis bebidas predilectas; pero no cualquier café; en principio solo el expresso o a la turca (que consumo en mi casa), y, aún siendo ellos, debe reunir ciertas condiciones: no debe estar muy diluido al punto que resulte agua coloreada, tampoco quemado, pero además debe poseer un sabor amable a la boca, ni muy ácido, ni muy áspero. Con todo esto dirán que soy medio maniático, pero el caso es que, beber un café, no es un acto mecánico que emprenda a la ligera. No señor. Para mí, saborear esa inefable infusión constituye un momento de disfrute, aún cuando, al mismo tiempo, esté realizando otra tarea, como, por ejemplo escribir estas líneas. Por eso, cuando estoy en la calle, los bares donde ingreso a consentirme, con un humeante café, suelo elegirlos más por las bondades del producto que me ofrecen antes que por su aspecto o ‘glamour’. Conozco lugares famosos, magníficamente decorados, pero su café deja mucho que desear, aun cuando lo sirven en coquetos pocillos, acompañado por tentadoras ‘delicatessen’. ¿Cuáles son esos lugares?; lo siento, no voy a delatarlos. Experimenten.

El caso es que el café que expenden en ese local de la avenida Callao es de mi agrado. Tiene una espuma espesa, de un suave tono amarronado, y un sabor y aroma intensos, sin ser agresivo.

Así pues, me disponía a disfrutar de unos momentos de ‘relax’ bajo el amable sol invernal, cuando, de pronto, entre el ir y venir de la gente, reparé en una muchacha sentada sobre unos cartones dispuestos en la vereda. Tenía las piernas recogidas hacia un lado del cuerpo y la espalda apoyada contra la fachada de un edificio de oficinas.

Era joven, de unos veinte años de edad, aunque posiblemente fuese menor, no soy bueno para juzgar edades. Tenía el cabello espeso, azabache, cortado en melena muy corta que dejaba al descubierto el largo y fino cuello; la nariz, pequeña, recta, bien delineada, y los labios más bien finos, le otorgaban un cariz aniñado a su rostro ovalado, de rasgos delicados y armoniosos; la piel tersa me llevó a pensar que, tal vez, era una nueva habitante de la calle, y el frío y la intemperie aún no habían consumado su obra de desgaste. Pero sus ojos, cuyo color no alcanzaba a percibir, traslucían un profundo cansancio.

Con la cabeza levantada, mirando los rostros de la gente que pasaba frente ella (se me ocurrió que debían parecerle mucho más altos de los que realmente eran), y una mano en lo alto, sosteniendo una caja de curitas, clamaba con voz apagada, como en una letanía:

 

“Señor, ¿me daría una ayuda?... Señor, ¿me daría una ayuda?...”.

 

A su lado, un niño, cuya edad rondaría los tres años, sobre el cual dí por sentado que se trataba de su hijo, se entretenía con un cochecito junto a un montón de bolsas plásticas, de esas que hace un tiempo entregaban los supermercados. De tanto en tanto, la muchacha giraba apenas la cabeza para mirar al pequeño, entonces, sus facciones adquirían vivacidad, y en sus ojos nacía un destello de ternura. Pero, en cuanto le quitaba la vista y retomaba su posición anterior, sus pupilas volvían a cubrirse con un velo de ausencia.

 

“Señor, ¿me daría una ayuda?... Señor, ¿me daría una ayuda?”

.

Sentí una profunda congoja. Tan joven. Sola. Imaginé que había llegado a Buenos Aires desde el interior, con la ilusión de que aquí tendría una oportunidad de mejor vida para ella y su hijo. Claro, no sabía, ¿cómo podría saberlo?, que no era, ni es, época de oportunidades para la gente de a pie.

De pronto el pequeño comienza a toser; era una tos acatarrada. La muchacha lo levanta y lo coloca sobre su falda. Toma una de las bolsas, y extrae de su interior una pequeña jeringa y un frasco. El niño se baja del regazo y se aleja, corriendo torpemente entre la gente. Ella, se incorpora, va tras él, con calma, sin prisa. Sin duda, estaba acostumbrada a las escapadas del muchachito. Vestía un conjunto deportivo azul con dos tiras blancas en los laterales del pantalón y en las mangas de la campera que resaltaba su cuerpo espigado y esbelto. Rengueaba, imagino que debía padecer algún problema en una de sus piernas, pero enseguida me doy cuenta de mi equivocación pues cuando regresa, con el chico debatiéndose entre sus brazos, lo hace normalmente, entonces, concluyo que la renguera no era más que una pierna entumecida por permanecer tanto tiempo inmóvil en la misma posición.

Ocupa nuevamente el lugar, sobre los cartones El pequeño intenta zafarse de los brazos de la joven pero ella lo sostiene firme, aunque con delicadeza. No apela a ningún gesto destemplado, áspero, por el contrario, le habla con calma, haciendo gala de una infinita paciencia; hay una sonrisa en su rostro. El pequeño se tranquiliza; ella toma la jeringa y extrae líquido del frasco (supuse que se trataba de jarabe para la tos), e intenta introducirla en la boca de su hijo. Él, de nuevo se agita y llora, mientras mueve la cabeza hacia los lados intentando evadir ese implemento esgrimido por su madre. Ella insiste con ostensible delicadeza, sin forzarlo, Le habla. No oigo lo que dice, pero en su proceder se trasluce el intenso cariño que le profesa. Toma una de las bolsas plásticas y saca un bollo de papel arrugado que le entrega al pequeño; él, sin dejar de llorar, lo agarra y lo arroja, no tan lejos como para que la muchacha no pueda alcanzarlo estirando su brazo, y vuelve a entregárselo y él lo tira nuevamente. Así una y otra vez. El niño deja de llorar, entonces ella puede llevar a cabo su propósito. Seguido agarra un pote de yogurt ya abierto y una cucharita de plástico blanco, de esas utilizadas para los helados, con la cual le ofrece al niño pequeñas porciones, que él engulle con avidez, hasta que se queda dormido en sus brazos:

 

“Señor, ¿me daría una ayuda?”... “Señor, ¿me daría una ayuda?”

 

La gente, con los celulares soldados a las orejas, pasaba a su lado ausentes, enajenadas, sin registrar su presencia; como si fuese un objeto más de los tantos desechados en las calles. Solamente una mujer, empujando un cochecito con un bebe, le dirige una mirada cargada de arrogante desprecio, al verse obligada a esquivarla

Minutos más tarde el niño se despierta con otro acceso de tos. Vuelve a llorar. La joven se abre el buzo, se baja el bretel de la remera, que vestía debajo, y le ofrece el pecho. Él, se prende de inmediato.

 

“Señor, ¿me daría una ayuda?”... “Señor, ¿me daría una ayuda?”

 

En ese momento pensé: si dentro de algunos años, su hijo tendría la misma mirada de la madre: cansada y mansa, con esa mansedumbre producto de la resignación, o, por el contrario, sus ojos irradiarían furia y sed de revancha.

Dispuesto a retirarme, llamé a la moza para pagar el café. No estaba cómodo.

Al pasar al lado de la joven le di un billete, con la incómoda sensación de haberle entregado una tablilla de madera en medio de un tsunami.  

Como dije, me agrada el café que sirven en ese lugar, pero en aquella ocasión me supo agrio..., demasiado agrio.

 

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