EL CAMINANTE
CRÓNICA DE BUENOS AIRES
Es un hombre negro. Sí, sí, soy consciente de que lo políticamente correcto hubiese sido escribir: ‘es un hombre afro descendiente’, o algún otro eufemismo para describir el color de su piel, pero de ese modo no podría dar una idea acabada del tono de la misma. Existe una amplia gama de tonalidades oscuras de piel, que varían según el origen o cruzas interraciales (recuerdo las palabras de un cronista estadounidense en una columna sobre la elección de Obama como presidente: “Los americanos gustan de las personas de piel oscura como del café: con crema”). Y el hombre al que me refiero tiene la piel oscura, intensamente oscura. Tiene una edad incierta; es delgado, alto, muy alto, más que las personas altas que solemos ver en las calles, con largas extremidades (brazos y piernas), grandes manos y contextura vigorosa.
Apareció en el parque, donde realizo mi
caminata diaria, hace ya largos años. Depositaba algunos bultos, sin duda
conteniendo sus pertenencias, sobre un
banco lindero a un cantero, en cuyo interior caminaba sin cesar. Vestía siempre
las mismas prendas oscuras, durante el invierno y el verano, que sigue luciendo
en la actualidad. Un día desapareció, él y sus bultos, y no volví a verlo
durante un tiempo. Supuse que lo echaron los guardaparques o la policía. Días más
tarde, lo encontré a mitad de cuadra, en la calle que desembocaba justo a la
entrada del parque. Estaba sentado en el umbral de una casa baja, aprisionada entre
dos edificios, en la cual nunca vi a nadie entrar o salir, desde que vivo en el
barrio. Frente a él, contra un árbol, había amontonado más bultos que los que
tenía en el parque: un par de grandes valijas de viaje, algún bolso de mano y varias
bolsas negras, de las empleadas para residuos. Allí estuvo durante todo el
invierno, sentado sobre unos cartones que había dispuesto en el escalón para
mitigar el frío del mármol; cubría sus hombros con una tela gruesa que parecía
ser un trozo de alfombra, y sus piernas, con una manta doblada en cuatro.
Permanecía todo el día inmóvil, impertérrito, con la mirada perdida en vaya uno
a saber que remotos pensamientos. Nadie le habla, y el no habla con nadie.
Pasó el invierno. Hacia fines de
septiembre regresaba de mi caminata matutina cuando advertí ante la casa, que
suponía abandonada, a dos mujeres de mediana edad, muy bien vestidas,
introduciendo una llave en la cerradura de la puerta con la clara intención de
abrirla. Él estaba de pie, a un costado. No me detuve a mirar el resultado de
la situación. Pero el caso fue que, al día siguiente, él se mudó a la vereda de
enfrente, ocupando otro umbral, y los bultos contra otro árbol en esa nueva acera.
Sin embargo, después de unos días de haberse afincado en el lugar, desapareció
nuevamente. «Seguro volvieron a correrlo», pensé.
Hace poco más de un mes reapareció a la
vuelta de donde solía parar, aunque ya no sentado en la entrada de una casa o
un edificio. Amontonó sus bultos contra una columna de alumbrado, y él va y
viene desde la esquina hasta mitad de cuadra, erguido, con paso largo, moroso, balanceando
sus brazos acompasadamente. Luce ahora, además de las prendas de siempre, un
casquete de tela, también negro. Lo veo en su incansable peregrinar desde la
mañana hasta caída la noche; cuando salgo, cuando regreso o desde el ventanal
de casa, cuando estoy en el sillón de la sala leyendo o escuchando música. Ya
de noche, al bajar la cortina de madera del ventanal, desconozco cuánto más
prolonga ese constante deambular. Pero estoy convencido de que mañana, cuando
levante el telón, nuevamente veré la escena de una sombra solitaria errando por
la calle sin cesar.
Noviembre, 2024
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