lunes, 18 de noviembre de 2024

UNA LZ EN LA OSCURIDAD, BAJO LA LLUVIA

 



UNA LUZ EN LA OSCURIDAD, BAJO LA LLUVIA

CRÓNICAS DE BUENOS AIRES

 

Ocho de la noche, o algo así. Mis ojos estaban secos y cansados por las horas ante el la pantalla de la computadora; ni hablar del estado de mis neuronas. Tenía hambre. Era temprano para cenar y había agotado todas las menudencias con las que suelo engañar el estómago, entonces decidí salir a dar una vuelta; estirar las piernas y calmar la ansiedad. Había oscurecido, las calles estaban mojadas por una pertinaz llovizna que comenzó a tempranas horas de la mañana; típico de un otoño que se precie. De todos modos no me acobardé: me gusta caminar bajo a lluvia.

Sobre la misma vereda, a unos metros del edificio en el que habito, hay un minimercado perteneciente a una de las cadenas conocidas. Es un local pequeño, casi siempre mal abastecido: una franquicia, dicen en el barrio. A un lado de la puerta, un joven de unos veintipico de años estaba sentado sobre las baldosas bajo el balcón de un edificio lindante que lo protegía de la lluvia. Cuando pasé a su lado me dice

—¿Me compra un paquete de fideos?

jueves, 14 de noviembre de 2024

EL CAMINANTE

 


EL CAMINANTE

CRÓNICA DE BUENOS AIRES


Es un hombre negro. Sí, sí, soy consciente de que lo políticamente correcto hubiese sido escribir: ‘es un hombre afro descendiente’, o algún otro eufemismo para describir el color de su piel, pero de ese modo no podría dar una idea acabada del tono de la misma. Existe una amplia gama de tonalidades oscuras de piel, que varían según el origen o cruzas interraciales (recuerdo las palabras de un cronista estadounidense en una columna sobre la elección de Obama como presidente: “Los americanos gustan de las personas de piel oscura como del café: con crema”). Y el hombre al que me refiero tiene la piel oscura, intensamente oscura.  Tiene una edad incierta; es delgado, alto, muy alto, más que las personas altas que solemos ver en las calles, con largas extremidades (brazos y piernas), grandes manos y contextura vigorosa.


Apareció en el parque, donde realizo mi caminata diaria, hace ya largos años. Depositaba algunos bultos, sin duda conteniendo sus pertenencias,  sobre un banco lindero a un cantero, en cuyo interior caminaba sin cesar. Vestía siempre las mismas prendas oscuras, durante el invierno y el verano, que sigue luciendo en la actualidad. Un día desapareció, él y sus bultos, y no volví a verlo durante un tiempo. Supuse que lo echaron los guardaparques o la policía. Días más tarde, lo encontré a mitad de cuadra, en la calle que desembocaba justo a la entrada del parque. Estaba sentado en el umbral de una casa baja, aprisionada entre dos edificios, en la cual nunca vi a nadie entrar o salir, desde que vivo en el barrio. Frente a él, contra un árbol, había amontonado más bultos que los que tenía en el parque: un par de grandes valijas de viaje, algún bolso de mano y varias bolsas negras, de las empleadas para residuos. Allí estuvo durante todo el invierno, sentado sobre unos cartones que había dispuesto en el escalón para mitigar el frío del mármol; cubría sus hombros con una tela gruesa que parecía ser un trozo de alfombra, y sus piernas, con una manta doblada en cuatro. Permanecía todo el día inmóvil, impertérrito, con la mirada perdida en vaya uno a saber que remotos pensamientos. Nadie le habla, y el no habla con nadie.


Pasó el invierno. Hacia fines de septiembre regresaba de mi caminata matutina cuando advertí ante la casa, que suponía abandonada, a dos mujeres de mediana edad, muy bien vestidas, introduciendo una llave en la cerradura de la puerta con la clara intención de abrirla. Él estaba de pie, a un costado. No me detuve a mirar el resultado de la situación. Pero el caso fue que, al día siguiente, él se mudó a la vereda de enfrente, ocupando otro umbral, y los bultos contra otro árbol en esa nueva acera. Sin embargo, después de unos días de haberse afincado en el lugar, desapareció nuevamente. «Seguro volvieron a correrlo», pensé.


Hace poco más de un mes reapareció a la vuelta de donde solía parar, aunque ya no sentado en la entrada de una casa o un edificio. Amontonó sus bultos contra una columna de alumbrado, y él va y viene desde la esquina hasta mitad de cuadra, erguido, con paso largo, moroso, balanceando sus brazos acompasadamente. Luce ahora, además de las prendas de siempre, un casquete de tela, también negro. Lo veo en su incansable peregrinar desde la mañana hasta caída la noche; cuando salgo, cuando regreso o desde el ventanal de casa, cuando estoy en el sillón de la sala leyendo o escuchando música. Ya de noche, al bajar la cortina de madera del ventanal, desconozco cuánto más prolonga ese constante deambular. Pero estoy convencido de que mañana, cuando levante el telón, nuevamente veré la escena de una sombra solitaria errando por la calle sin cesar.

 

Noviembre, 2024


lunes, 11 de noviembre de 2024

CRÓNICA DE UN DÍA DESAPACIBLE



CRÓNICA DE UN DÍA DESAPACIBLE

CRÓNICAS DE BUENOS AIRES

 

Era un domingo de julio. El Servicio Meteorológico informaba: ocho grados de temperatura y noventa por ciento de humedad.

Sentado en el sillón del living, leyendo una novela, podía ver como una brisa leve, que adivinaba gélida, mecía las ramas del árbol plantado en la vereda que invadían mi balcón. Las hojas, al igual que la calle, empapadas por la pertinaz llovizna que caía desde tempranas horas de la mañana, despedían un brillo tornasolado. Era una garúa finita, apenas perceptible, pero que, sin importar las prendas con que uno se cubra, termina por calar hasta los huesos. En eso, sonó el timbre del portero eléctrico. Atendí. «¿Tiene ropa para dar?». Era la voz de una mujer. No me sorprendió el pedido pues, a diario, hombres o mujeres recorren el barrio demandando ropa en desuso, las cuales lavan y restauran, luego las destinan para sus propios usos y el de sus familias, o bien las comercializan en las ferias americanas de la capital y el conurbano. «¿Recorrer las calles en un día tan desapacible?», fue lo primero que vino a mi mente al escucharla, y lamente no tener nada para entregarle. Volví al sillón del living dispuesto a retomar la lectura, sin embargo, incitado por el ánimo de chusmear, salí al balcón y me asomé sobre la baranda. ¡Vaya si hacía frío! Alcancé a verla: era una mujer retacona, aunque de contextura recia; la cabellera negra, chorreando agua, caía pesada sobre los hombros y la espalda, empapando la campera marrón que vestía; con una de sus manos llevaba a la rastra un ’changuito’, con la otra sujetaba un bolso negro; a su lado le seguía el paso una pequeña que no tendría más de unos siete años, oculta dentro de una holgada campera roja con capucha. Las acompañé con la mirada hasta que desaparecieron bajo la marquesina de un edificio vecino, sin duda, para reiterar su pedido a los moradores de otros departamentos: «¿Tiene ropa para dar?». Hay quienes les llaman ‘planeras’.

 

Norberto Diskin