ÉRASE UNA VEZ EL BAJO
CRÓNICAS DE BUENOS AIRES
Es esta la historia de un acontecimiento en una ciudad que ya no existe.
El Bajo era el apodo que los habitantes
de Buenos Aires adjudicaban a la extensa franja paralela a las aguas del Río de
la Plata, que se extiende desde Retiro hasta La Boca, de tan solo dos cuadros
de ancho donde las calles describen una pronunciada pendiente hasta desembocar
en el puerto de la Ciudad.
En la actualidad, el tramo norte de dicha
franja ostenta el nombre de Catalinas Norte, denominación que le otorga un
atributo de respetabilidad mucho más apropiado con las actividades que allí se
realizan.
En efecto, debido a su cercanía con la
City porteña, hacia fines de los 60’s, del siglo pasado —maravilloso, la idea
de siglo pasado remite a épocas remotas, y, sin embargo, podemos hablar de
experiencias vividas a mediados de dicho periodo—, se inició un proceso de urbanización
con la construcción de edificios de oficinas, tendencia que cobró vigor
particularmente durante los años 90. Hoy dominan allí edificios y torres de fachadas
vidriadas en los cuales sentaron sus reales las casas matrices de muchas de las
principales compañías del país. Pueblan sus calles autos de lujosas marcas, junto
a hombres y mujeres luciendo atuendos propios del mundillo corporativo.
Pero no siempre fue así.
Corrían los años 60. Apenas cruzando Leandro N. Alem, se ingresaba
a los terrenos del puerto —actualmente, en esas tierras, sumadas a otras ganadas
al río, se asienta el opulento barrio Puerto Madero— en cuyos diques atracaban
los barcos; la inconfundible sucesión de
construcciones con ladrillo a la vista, que en esos tiempos servían como
depósitos de mercaderías, hoy están ocupados por viviendas y locales de
comidas; las antiguas grúas empleadas para la carga y descarga de los navíos forman
parte del paisaje, como reliquias decorativas,
Poblaban la zona gentes de bajos
recursos, indigentes y marginados sociales, descartados por el orgulloso Buenos
Aires. Habitaban en viviendas viejas, decrépitas, compartidas entre varias
familias; pensiones, casas de inquilinato —eufemismo empleado para aludir a los
popularmente conocidos ‘conventillos’—; y hoteluchos, verdaderos cuchitriles, en
los cuáles cualquier atisbo de sanidad o limpieza eran tan desconocidos como el
lado oscuro de la luna.
Cuando caía la tarde, y la penumbra se adueñaba
de las calles, un palpitar lujurioso florecía al cobijo de las sombras. Los
piringundines[1]
encendían luces rojas en las fachadas; cuadrillas de marineros, luciendo
uniformes de los países cuyos barcos estaban amarrados en los muelles, pululaban
por las calles alborotando y coreando baladas en lenguas extranjeras; prostitutas
de cuerpos exuberantes, apenas cubiertos con diminutas prendas, iban y venían con
paso moroso, bamboleando las caderas como péndulos; filas de automóviles circulaban
lentamente, mientras sus ocupantes, hombres jóvenes, maduros o entrados en
años, recorrían con miradas ansiosas la oferta que se exponía en las veredas. Ocasionalmente,
detenían la marcha, entonces, alguna de las mujeres se les acercaba obsequiosa,
inclinaba su cuerpo hasta la altura de la ventanilla e intercambiaba con los
pasajeros unas pocas palabras. A veces abordaba el vehículo, otras, volvía a su
lugar y el auto reiniciaba su lento peregrinaje.
Por todo esto y mucho más, para la almidonada
burguesía citadina, la zona poseía una fama de los mil demonios: era algo así
como el caldero en el cual se maceraba el vicio y la inseguridad: la Sodoma y
Gomorra de estas tierras. Claro que ello no constituía un obstáculo para que no
pocos de aquellos hombres, dueños de una reputación sin mácula, que en sus
círculos sociales compartían y sustentaban esas mismas opiniones y recelos,
realizaran secretas y periódicas incursiones a la barriada.
Pero no son las calles ni sus personajes
sobre los que trata esta crónica. Los
sucesos aquí narrados ocurrieron en un punto de la barranca, un lugar pequeño, insignificante,
situado en la calle Charcas (hoy Marcelo T. de Alvear) casi llegando al cruce
con 25 de Mayo.
Éramos cuatro muchachos: Tres, recién
egresados de la secundaria, rondábamos los 18 años, el cuarto, a quién llamaré
J, tendría unos 23 o 25; era español y había emigrado al país traído por su
hermano, que llevaba un largo tiempo radicado en estas tierras. Cursábamos el ingreso
a la facultad, y nos juntábamos para estudiar. Nos reuníamos en La Giralda, en La
Paz o en La Academia. No elegimos dichos lugares porque estuvieran decorados de
un modo particularmente atractivo, ni porque fueran espaciosos con mesas amplias
y asientos mullidos, tampoco porque el ambiente fuese calmo y acogedor. El
motivo era más..., cómo decirlo..., utilitario. Los tres bares permanecían
abiertos hasta las primeras horas de la mañana, y ello nos venía de perillas, puesto
que, como durante el día cumplíamos con otras obligaciones, estudiábamos desde
la caída de la tarde hasta la
Permítanme aquí abrir un paréntesis. No
puedo dejar de evocar aquellos lugares. ¡Eran únicos!
La Giralda, con sus mesas de tapas de
mármol y las paredes revestidas con azulejos blancos, le otorgaban al salón una
atmósfera fría, caldeada exclusivamente por el calor humano de sus habitués: intelectuales, artistas y jóvenes aspirantes a
incursionar en tales disciplinas. No servían el mejor café, pero el chocolate
con churros a las 5 o 6 de la mañana era insuperable.
La Paz, y su permanente bullicio. Siempre
atestado con estudiantes de Filosofía y Letras, escritores y artistas noveles,
debatiendo acaloradamente sobre las nuevas tendencias en la literatura, el arte,
el feminismo, el hippismo, la liberación sexual, la guerra de Viet Nam, y
tantos otros temas que ocupaban nuestras mentes juveniles. Pero, como hablar de
La Paz sin referirme al cine Lorraine, Situado a pocos metros sobre la avenida
Corrientes, tenía una programación singular: ciclos semanales dedicados a un
director o un tema específico —ciclo del cine ruso, la nouvelle vague, ciclo del cine italiano, entre otros— y cada día de
la semana una película distinta. Así fue
como vimos buena parte de las obras de Eisenstein, Bergman, Visconti, Polanski,
Pasolini, Bresson, Truffaut, Resnais y tantos más.
El cine nos servía como pausa para
despejar la mente. Les pedíamos a los ocupantes de alguna mesa vecina que le
echaran un vistazo a las carpetas, papeles y libros que dejábamos para reservar
el lugar y... a mirar la película. Una vez finalizada, volvíamos a sumergirnos
en los textos. Todo ello por el costo de un café (obviamente exceptuando la
entrada al Lorraine, que era mucho menos de la mitad que una entrada normal).
La Academia. Qué decir de La Academia más
que hacía honor a su nombre. Allí aprendí a jugar al billar y a la generala. Me
dirán que no se necesitan muchas luces para aprender el juego de la generala; pero
no se confundan, no es tan simple como suponen. Solo diré que se jugaban seis
partidas a la vez, cada una de ellas con un valor que se va incrementando de la
primera a la sexta; así, ganar la sexta otorga más puntos (o dinero, según lo
que se halle en juego) que las dos o tres primera juntas, y si bien, sin duda, era
necesaria cierta dosis de suerte, la estrategia jugaba un papel nada desdeñable
para salir victorioso. Pero más importante aún, aprendí a hacer trampa con los
dados.
El lugar era un garito público en el
centro de la ciudad. Profesionales del juego invitaban a los incautos a jugar
una partida, por dinero, por supuesto; dinero que luego pasaba de manos, furtivamente,
por debajo de las mesas. Más atrás, detrás de una mampara de madera de mediana
altura, se extendía el amplio salón de billar con las mesas alineadas en doble
fila. Allí se disputaban desafíos que podían durar toda la noche, ante un
público que, no es necesario aclarar, apostaba por tal o cual contendiente.
Una partida de billar o de generala (eso
sí, por el amor al arte, pues sabíamos de nuestros bolsillos flacos) también
nos servían para hacer un alto y descansar las neuronas.
Pero no eran el cine, los dados o el
billar las únicas artes que distraían nuestros momentos de ocio. J no
participaba de aquellas sesiones nocturnas. Al caer la tarde, siempre a la
misma hora, se retiraba invocando un compromiso, y este comportamiento había
despertado nuestra curiosidad. Nos intrigaba su huida presurosa, y solíamos
conjeturar con particular malicia sobre las razones que las motivaban. Eran deliberaciones
de lo más entretenidas, en las que concebíamos las alternativas más alocadas. Después
de un tiempo, cuando conocimos la real causa de sus ausencias, nos llevamos una
sorpresa mayúscula. Nunca imaginamos que la realidad podía ser más creativa que
nuestras especulaciones.
El hermano de J era propietario de varios
pirigundines y hoteluchos en el bajo, y le había transferido uno de sus locales,
con un hotel —por así llamarlo— en la planta alta, para que pudiera disponer de
su propio dinero, razón por la cual, durante las noches, J debía tutelar el
funcionamiento de su negocio.
Con
el tiempo, los cuatro forjamos una amistad y adoptamos la costumbre de encontrarnos
los sábados, hacia las cuatro de la madrugada, en el local de J, para luego ir
a comer puchero a Pepito o fideos a Pippo.
¿Por qué los sábados y por qué a las
cuatro de la mañana?
Los sábados porque el era el día de la
semana en que salíamos con nuestras respectivas novias, parejas o alguna chica que
nos atraía y aceptaba nuestra invitación, para regocijo de nuestro ego. Y a las
cuatro de mañana, porque a esa hora los piringundines y las ‘boites’ (así se
llamaban los boliches bailables, ambientados a media luz con una pista de baile
central rodeada de pequeñas mesas y cómodos sillones) encendían las luces, el
mozo pasaba por las mesas a cobrar la consumición..., y se acabó la velada —al
menos en ese lugar— Pero además, era costumbre, y hasta diría obligación, ir a
buscar y acompañar de regreso a su casa a nuestra pareja. Era normal que nos
hiciese ingresar para esperarla mientras terminaba de arreglarse, ¿excusa? Y
que, durante la espera, apareciese el padre, la madre o ambos para ¿saludarnos?
¡Ni hablar si era la primera vez! Teníamos la sensación de estar dentro de un
equipo de rayos X —no existían las tomografías—.mientras éramos sometidos a un
proceso inquisitorial: ¿trabajábamos?, ¿estudiábamos?, ¿dónde vivíamos? ¿a qué
se dedicaban nuestros padres?... Al despedirnos no era extraño escuchar, en
tono apremiante: <<Te quiero de vuelta antes de las dos>>.
Y ahora se dice que vivimos tiempos inseguros.
¡Aquello era inseguridad!
Ocurrió una madrugada. Por alguna razón
que no recuerdo llegué al boliche de J antes de las cuatro.
El exterior del local lucía igual a las
veces en que había concurrido más tarde: la fachada corrompida por el tiempo y
la puerta de entrada, de vetusta madera, cerrada; pero en esta ocasión las lámparas
rojas, dispuestas en forma de guirnalda sobre el dintel, estaban encendidas, anunciando
a los transeúntes que apasionadas ninfas esperaban por ellos en el interior.
Era la primera vez que ingresaba, a ese u
otro lugar similar, durante las horas de actividad. Sabía lo que allí ocurría,
un poco por comentarios, y mucho por imaginación, pero nunca los había visto,
como suele decirse, en vivo y en directo. Ahora, escribiendo estas líneas,
caigo en la cuenta de que, curiosamente, nunca habíamos tocado el tema con J, tampoco
fue motivo de conversación entre nosotros cuando él estaba ausente.
Esa actividad era considerada socialmente
despreciable y vergonzante; se las igualaba a la de las prostitutas y sus
‘cafishios’, y me pregunto si nuestro silencio respecto al tema no era un modo
inconsciente de negar el trabajo que J desempeñaba; algo así como desentendernos
del asunto barriéndolo bajo la alfombra de ingenuidad.
Tiempo después me enteré que dichos locales tenían
habilitación municipal y que las chicas debían cumplir un horario: no podían abandonar
el lugar hasta finalizada la jornada laboral, tal como las empleadas de
fábricas, comercios u oficinas. Lo que hiciesen después, corría por su cuenta. También
me enteré, y esto me sorprendió, que varios de los hombres que vi merodeando
por la cuadra, cuando llegué, eran esposos o parejas de muchas de aquellas
mujeres esperando que se hiciese la hora de salida para acompañarlas de regreso
a sus hogares, dónde, en no pocos casos, estarían sus hijos durmiendo.
Sin dudar, abrí la puerta y entré. Me
envolvió una sensual penumbra; lámparas con pantallas rojas adosadas a las paredes,
desplegaban una luz mortecina en el reducido espacio. Un rumor de suspiros y
risitas retozonas flotaba en la atmósfera espesa, insalubre, saturada con el
olor a tabaco, sudor y humedad, no tan distinta a la que respirábamos en La
Paz, La Giralda o La Academia. Paulatinamente mis ojos se fueron acostumbrando
a las sombras. Siluetas oscuras, reclinadas sobre butacas dobles, se hacían
arrumacos; ante ellos había una mesita baja con un par de copas que una moza,
de cuerpo cimbreante, piernas muy largas y esbeltas y un short atractivamente
corto, renovaba cada tanto, aun cuando estuviesen a medio consumir y nadie lo requiriera.
Al otro lado del salón, dos mujeres conversaban sentadas a la barra. Detrás, en
el extremo junto a la pared, estaba J frente a la caja. Una de las mujeres, al
advertir mi presencia, vino rápidamente a mi encuentro; me saludó con una
sonrisa adulona y me incitó a tomar asiento en una de las butacas, pero cuando
le expliqué el motivo de mi presencia en el lugar, frunció el entrecejo, borró la
sonrisa de sus labios y se alejó sin más.
Se hicieron las cuatro mientras iba al
encuentro de J. Lo supe porque, de repente, el recinto se iluminó a pleno. Lámparas
blancas colgando del techo, con aureolas creadas por el humo de los cientos de
cigarrillos consumidos durante la noche, irradiaban un brillo irisado, desbaratando
aquella atmósfera sensual que cobijaba la penumbra. Desapareció la magia, y la
realidad, inmisericorde, se hizo presente. Manchas grises del revoque, que
dejaba al descubierto la pintura descascarada, salpicaban las paredes desnudas;
los vetustos sillones de cuerina, revelaban tramos con las costuras abiertas a
través de las cuales asomaba el relleno de goma espuma, como si fuesen
protuberancias en un organismo enfermo; los rostros de las mujeres, algunas de
edad avanzada, lucían pálidos, demacrados, ojerosos. Por cierto, conocía ese
aspecto descarnado del local desde el primer sábado que lo elegimos como punto
de encuentro, pero, en aquellas ocasiones llegaba al lugar cuando todos se
habían marchado y J estaba solo, esperándonos con las luces ya encendidas. Sin
embargo, esta vez las sombras se desvanecieron de repente y me descubrí atrapado
en otro escenario, Esa transformación instantánea me impresionó como si hubiese
atravesado un portal entre dos mundos; tan distintos, tan ajenos entre sí, que,
de no estar seguro de mi juicio, habría dicho que confundí el lugar de destino.
No obstante, eran dos rostros de una sola entidad, como a veces, suele suceder
con las personas. ¿Cuál era el real? ¿Este, frío, inhóspito, ruinoso, o aquel
otro, sugestivo, incitante, y, hasta diría, acogedor? ¿Cuál de los dos elegiría
para habitar?
El lugar cobró un ritmo vertiginoso. Las
mujeres se desprendían de los brazos de los hombres que insistían en retenerlas,
y ante lo infructuoso de sus esfuerzos, abandonaban el local con pasos
vacilantes, extraviados por el alcohol; los más remisos o aquellos a los que
les costaba mantenerse en pie, eran conducidos con gestos amorosos y estudiada
destreza hasta la puerta. Allí los acomodaban de cara a la calle, les
propinaban unas suaves palmaditas en las espaldas y, con un cariñoso empujón,
los arrojaban, si cabe el término, a la vereda. De inmediato, sin apenas detenerse a considerar el
resultado de su acto, cerraban la puerta y regresaban
al interior del local resoplando, como quién se libera de una carga
despreciable. En tanto, la moza, con sus largas piernas, recorría las mesas con
paso acelerado recogiendo las botellas, copas, vasos y ceniceros que amontonaba
sobre el mostrador. De allí los tomaba un joven que, sin perder de vista el
trasero de la muchacha, que se alejaba en busca de otra tanda, procedía a
sumergirlos en una bacha llena de agua oculta a la vista bajo la tapa del
mueble. Un par de segundos después los rescataba, seguramente para evitar que
se ahoguen y los disponía sobre un repasador; sin duda convencido de haberlos lavado.
J contaba el dinero recaudado cuando me
senté ante él en una de las banquetas al otro lado de la barra. Levantó la
cabeza, me sonrió, nos saludamos y me preguntó si deseaba tomar algo mientras
él terminaba y esperábamos a nuestros compañeros. Rechacé el convite.
Cuando concluyó el arqueo de caja comenzó
a llamar a las mujeres, una a una, para abonarles las comisiones ganadas por la
cantidad de copas que consumieron los hombres con los que habían alternado esa
noche.
Yo estaba con los codos sobre el
mostrador y la barbilla entre las manos, siguiendo con la mirada el circular de
los billetes, pero sin ser consciente de lo que estaba sucediendo. No sé si a
usted, lector, alguna vez les habrá sucedido: mirar sin ver; tener la vista depositada
en algo mientras su mente, como si se hubiese emancipado, corretea a su libre albedrío.
Pues así me hallaba en ese momento. Mis pensamientos vagaban libres por otros
escenarios y otras circunstancias, tan alejados de allí como podría estarlo
Saturno, y si alguien me hubiese preguntado qué estaba viendo, no sabría qué
responder.
De pronto, sin noción del tiempo que
había transcurrido, volví a la realidad. Levanté la mirada y mis ojos se
encontraron con los de una mujer que acababa de recibir su comisión. Estaba en
la plenitud de su madurez: rondaría los cuarenta años, no era bonita, pero su
presencia irradiaba una sensualidad avasallante. De complexión robusta, tenía
espaldas anchas, hombros redondeados y brazos vigorosos: una auténtica walkiria de las pampas. Vestía una
remera blanca estrecha, de mangas muy cortas, que destacaba las formas de sus senos
generosos, firmes, y la de una cintura definida, aunque su vientre luciera algo
engrosado por los años, la mala comida y, tal vez, el alcohol; la cabellera
espesa, renegrida, cortada a la garzón, resaltaba su rostro redondo, de pómulos
un poco altos y salientes; la tez, de un tinte un tanto amarronado, característico
en las nativas del país, conservaba, llamativamente, la tersura propia de los
años mozos; su boca, de labios voluptuosos, incitantes, traslucía, sin embargo,
un rictus desdeñoso. Con todo, ejercía un atractivo salvaje, lejos de la
ternura artificial que adoptaban aquellas mujeres para seducir a los clientes.
No lo voy a ocultar, fantaseé con un encuentro sexual. Pero sus ojos..., sus ojos,
intensamente negros, enrojecidos por la vigilia y el humo, lucían opacos, como
apagados; en ellos se podía adivinar un cansancio profundo, un cansancio que
excedía lo físico, un cansancio de un espíritu doblegado por el hastío, la
amargura y la resignación.
En ese fugaz instante, en que se cruzaron
nuestras miradas, me dijo:
—Que va hacerle pibe, de algo hay que laburar[2]
—y se marchó.
FIN
[1] Pequeños locales con un plantel de alternadoras, popularmente llamadas coperas, cuya tarea era seducir a los parroquianos a fin de estimularlos a consumir una mayor cantidad de copas, por las cuáles ellas percibían una comisión.
[2] Laburar: trabajar en el lunfardo porteño.
© Todos los derechos reservados.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario