domingo, 1 de enero de 2023

Érase una vez El Bajo

 

 


  

ÉRASE UNA VEZ EL BAJO

CRÓNICAS DE BUENOS AIRES

 

Es esta la historia de un acontecimiento en una ciudad que ya no existe.

El Bajo era el apodo que los habitantes de Buenos Aires adjudicaban a la extensa franja paralela a las aguas del Río de la Plata, que se extiende desde Retiro hasta La Boca, de tan solo dos cuadros de ancho donde las calles describen una pronunciada pendiente hasta desembocar en el puerto de la Ciudad.

En la actualidad, el tramo norte de dicha franja ostenta el nombre de Catalinas Norte, denominación que le otorga un atributo de respetabilidad mucho más apropiado con las actividades que allí se realizan.

En efecto, debido a su cercanía con la City porteña, hacia fines de los 60’s, del siglo pasado —maravilloso, la idea de siglo pasado remite a épocas remotas, y, sin embargo, podemos hablar de experiencias vividas a mediados de dicho periodo—, se inició un proceso de urbanización con la construcción de edificios de oficinas, tendencia que cobró vigor particularmente durante los años 90. Hoy dominan allí edificios y torres de fachadas vidriadas en los cuales sentaron sus reales las casas matrices de muchas de las principales compañías del país. Pueblan sus calles autos de lujosas marcas, junto a hombres y mujeres luciendo atuendos propios del mundillo corporativo.

Pero no siempre fue así.

Corrían los años 60.  Apenas cruzando Leandro N. Alem, se ingresaba a los terrenos del puerto —actualmente, en esas tierras, sumadas a otras ganadas al río, se asienta el opulento barrio Puerto Madero— en cuyos diques atracaban los barcos; la  inconfundible sucesión de construcciones con ladrillo a la vista, que en esos tiempos servían como depósitos de mercaderías, hoy están ocupados por viviendas y locales de comidas; las antiguas grúas empleadas para la carga y descarga de los navíos forman parte del paisaje, como reliquias decorativas,

Poblaban la zona gentes de bajos recursos, indigentes y marginados sociales, descartados por el orgulloso Buenos Aires. Habitaban en viviendas viejas, decrépitas, compartidas entre varias familias; pensiones, casas de inquilinato —eufemismo empleado para aludir a los popularmente conocidos ‘conventillos’—; y hoteluchos, verdaderos cuchitriles, en los cuáles cualquier atisbo de sanidad o limpieza eran tan desconocidos como el lado oscuro de la luna.

Cuando caía la tarde, y la penumbra se adueñaba de las calles, un palpitar lujurioso florecía al cobijo de las sombras. Los piringundines[1] encendían luces rojas en las fachadas; cuadrillas de marineros, luciendo uniformes de los países cuyos barcos estaban amarrados en los muelles, pululaban por las calles alborotando y coreando baladas en lenguas extranjeras; prostitutas de cuerpos exuberantes, apenas cubiertos con diminutas prendas, iban y venían con paso moroso, bamboleando las caderas como péndulos; filas de automóviles circulaban lentamente, mientras sus ocupantes, hombres jóvenes, maduros o entrados en años, recorrían con miradas ansiosas la oferta que se exponía en las veredas. Ocasionalmente, detenían la marcha, entonces, alguna de las mujeres se les acercaba obsequiosa, inclinaba su cuerpo hasta la altura de la ventanilla e intercambiaba con los pasajeros unas pocas palabras. A veces abordaba el vehículo, otras, volvía a su lugar y el auto reiniciaba su lento peregrinaje.

Por todo esto y mucho más, para la almidonada burguesía citadina, la zona poseía una fama de los mil demonios: era algo así como el caldero en el cual se maceraba el vicio y la inseguridad: la Sodoma y Gomorra de estas tierras. Claro que ello no constituía un obstáculo para que no pocos de aquellos hombres, dueños de una reputación sin mácula, que en sus círculos sociales compartían y sustentaban esas mismas opiniones y recelos, realizaran secretas y periódicas incursiones a la barriada.

Pero no son las calles ni sus personajes sobre los que trata esta crónica.  Los sucesos aquí narrados ocurrieron en un punto de la barranca, un lugar pequeño, insignificante, situado en la calle Charcas (hoy Marcelo T. de Alvear) casi llegando al cruce con 25 de Mayo.

 

Éramos cuatro muchachos: Tres, recién egresados de la secundaria, rondábamos los 18 años, el cuarto, a quién llamaré J, tendría unos 23 o 25; era español y había emigrado al país traído por su hermano, que llevaba un largo tiempo radicado en estas tierras. Cursábamos el ingreso a la facultad, y nos juntábamos para estudiar. Nos reuníamos en La Giralda, en La Paz o en La Academia. No elegimos dichos lugares porque estuvieran decorados de un modo particularmente atractivo, ni porque fueran espaciosos con mesas amplias y asientos mullidos, tampoco porque el ambiente fuese calmo y acogedor. El motivo era más..., cómo decirlo..., utilitario. Los tres bares permanecían abiertos hasta las primeras horas de la mañana, y ello nos venía de perillas, puesto que, como durante el día cumplíamos con otras obligaciones, estudiábamos desde la caída de la tarde hasta la medianoche, y hasta el amanecer cuando se acercaban las fechas de los exámenes.

Permítanme aquí abrir un paréntesis. No puedo dejar de evocar aquellos lugares. ¡Eran únicos!

La Giralda, con sus mesas de tapas de mármol y las paredes revestidas con azulejos blancos, le otorgaban al salón una atmósfera fría, caldeada exclusivamente por el calor humano de sus habitués:  intelectuales, artistas y jóvenes aspirantes a incursionar en tales disciplinas. No servían el mejor café, pero el chocolate con churros a las 5 o 6 de la mañana era insuperable.

La Paz, y su permanente bullicio. Siempre atestado con estudiantes de Filosofía y Letras, escritores y artistas noveles, debatiendo acaloradamente sobre las nuevas tendencias en la literatura, el arte, el feminismo, el hippismo, la liberación sexual, la guerra de Viet Nam, y tantos otros temas que ocupaban nuestras mentes juveniles. Pero, como hablar de La Paz sin referirme al cine Lorraine, Situado a pocos metros sobre la avenida Corrientes, tenía una programación singular: ciclos semanales dedicados a un director o un tema específico —ciclo del cine ruso, la nouvelle vague, ciclo del cine italiano, entre otros— y cada día de la semana una película distinta.  Así fue como vimos buena parte de las obras de Eisenstein, Bergman, Visconti, Polanski, Pasolini, Bresson, Truffaut, Resnais y tantos más.

El cine nos servía como pausa para despejar la mente. Les pedíamos a los ocupantes de alguna mesa vecina que le echaran un vistazo a las carpetas, papeles y libros que dejábamos para reservar el lugar y... a mirar la película. Una vez finalizada, volvíamos a sumergirnos en los textos. Todo ello por el costo de un café (obviamente exceptuando la entrada al Lorraine, que era mucho menos de la mitad que una entrada normal).

La Academia. Qué decir de La Academia más que hacía honor a su nombre. Allí aprendí a jugar al billar y a la generala. Me dirán que no se necesitan muchas luces para aprender el juego de la generala; pero no se confundan, no es tan simple como suponen. Solo diré que se jugaban seis partidas a la vez, cada una de ellas con un valor que se va incrementando de la primera a la sexta; así, ganar la sexta otorga más puntos (o dinero, según lo que se halle en juego) que las dos o tres primera juntas, y si bien, sin duda, era necesaria cierta dosis de suerte, la estrategia jugaba un papel nada desdeñable para salir victorioso. Pero más importante aún, aprendí a hacer trampa con los dados.

El lugar era un garito público en el centro de la ciudad. Profesionales del juego invitaban a los incautos a jugar una partida, por dinero, por supuesto; dinero que luego pasaba de manos, furtivamente, por debajo de las mesas. Más atrás, detrás de una mampara de madera de mediana altura, se extendía el amplio salón de billar con las mesas alineadas en doble fila. Allí se disputaban desafíos que podían durar toda la noche, ante un público que, no es necesario aclarar, apostaba por tal o cual contendiente.

Una partida de billar o de generala (eso sí, por el amor al arte, pues sabíamos de nuestros bolsillos flacos) también nos servían para hacer un alto y descansar las neuronas.

Pero no eran el cine, los dados o el billar las únicas artes que distraían nuestros momentos de ocio. J no participaba de aquellas sesiones nocturnas. Al caer la tarde, siempre a la misma hora, se retiraba invocando un compromiso, y este comportamiento había despertado nuestra curiosidad. Nos intrigaba su huida presurosa, y solíamos conjeturar con particular malicia sobre las razones que las motivaban. Eran deliberaciones de lo más entretenidas, en las que concebíamos las alternativas más alocadas. Después de un tiempo, cuando conocimos la real causa de sus ausencias, nos llevamos una sorpresa mayúscula. Nunca imaginamos que la realidad podía ser más creativa que nuestras especulaciones.

El hermano de J era propietario de varios pirigundines y hoteluchos en el bajo, y le había transferido uno de sus locales, con un hotel —por así llamarlo— en la planta alta, para que pudiera disponer de su propio dinero, razón por la cual, durante las noches, J debía tutelar el funcionamiento de su negocio.

 Con el tiempo, los cuatro forjamos una amistad y adoptamos la costumbre de encontrarnos los sábados, hacia las cuatro de la madrugada, en el local de J, para luego ir a comer puchero a Pepito o fideos a Pippo.

¿Por qué los sábados y por qué a las cuatro de la mañana?

Los sábados porque el era el día de la semana en que salíamos con nuestras respectivas novias, parejas o alguna chica que nos atraía y aceptaba nuestra invitación, para regocijo de nuestro ego. Y a las cuatro de mañana, porque a esa hora los piringundines y las ‘boites’ (así se llamaban los boliches bailables, ambientados a media luz con una pista de baile central rodeada de pequeñas mesas y cómodos sillones) encendían las luces, el mozo pasaba por las mesas a cobrar la consumición..., y se acabó la velada —al menos en ese lugar— Pero además, era costumbre, y hasta diría obligación, ir a buscar y acompañar de regreso a su casa a nuestra pareja. Era normal que nos hiciese ingresar para esperarla mientras terminaba de arreglarse, ¿excusa? Y que, durante la espera, apareciese el padre, la madre o ambos para ¿saludarnos? ¡Ni hablar si era la primera vez! Teníamos la sensación de estar dentro de un equipo de rayos X —no existían las tomografías—.mientras éramos sometidos a un proceso inquisitorial: ¿trabajábamos?, ¿estudiábamos?, ¿dónde vivíamos? ¿a qué se dedicaban nuestros padres?... Al despedirnos no era extraño escuchar, en tono apremiante: <<Te quiero de vuelta antes de las dos>>.

Y ahora se dice que vivimos tiempos inseguros. ¡Aquello era inseguridad!

 

Ocurrió una madrugada. Por alguna razón que no recuerdo llegué al boliche de J antes de las cuatro.

El exterior del local lucía igual a las veces en que había concurrido más tarde: la fachada corrompida por el tiempo y la puerta de entrada, de vetusta madera, cerrada; pero en esta ocasión las lámparas rojas, dispuestas en forma de guirnalda sobre el dintel, estaban encendidas, anunciando a los transeúntes que apasionadas ninfas esperaban por ellos en el interior.

Era la primera vez que ingresaba, a ese u otro lugar similar, durante las horas de actividad. Sabía lo que allí ocurría, un poco por comentarios, y mucho por imaginación, pero nunca los había visto, como suele decirse, en vivo y en directo. Ahora, escribiendo estas líneas, caigo en la cuenta de que, curiosamente, nunca habíamos tocado el tema con J, tampoco fue motivo de conversación entre nosotros cuando él estaba ausente.

Esa actividad era considerada socialmente despreciable y vergonzante; se las igualaba a la de las prostitutas y sus ‘cafishios’, y me pregunto si nuestro silencio respecto al tema no era un modo inconsciente de negar el trabajo que J desempeñaba; algo así como desentendernos del asunto barriéndolo bajo la alfombra de ingenuidad.

  Tiempo después me enteré que dichos locales tenían habilitación municipal y que las chicas debían cumplir un horario: no podían abandonar el lugar hasta finalizada la jornada laboral, tal como las empleadas de fábricas, comercios u oficinas. Lo que hiciesen después, corría por su cuenta. También me enteré, y esto me sorprendió, que varios de los hombres que vi merodeando por la cuadra, cuando llegué, eran esposos o parejas de muchas de aquellas mujeres esperando que se hiciese la hora de salida para acompañarlas de regreso a sus hogares, dónde, en no pocos casos, estarían sus hijos durmiendo.

Sin dudar, abrí la puerta y entré. Me envolvió una sensual penumbra; lámparas con pantallas rojas adosadas a las paredes, desplegaban una luz mortecina en el reducido espacio. Un rumor de suspiros y risitas retozonas flotaba en la atmósfera espesa, insalubre, saturada con el olor a tabaco, sudor y humedad, no tan distinta a la que respirábamos en La Paz, La Giralda o La Academia. Paulatinamente mis ojos se fueron acostumbrando a las sombras. Siluetas oscuras, reclinadas sobre butacas dobles, se hacían arrumacos; ante ellos había una mesita baja con un par de copas que una moza, de cuerpo cimbreante, piernas muy largas y esbeltas y un short atractivamente corto, renovaba cada tanto, aun cuando estuviesen a medio consumir y nadie lo requiriera. Al otro lado del salón, dos mujeres conversaban sentadas a la barra. Detrás, en el extremo junto a la pared, estaba J frente a la caja. Una de las mujeres, al advertir mi presencia, vino rápidamente a mi encuentro; me saludó con una sonrisa adulona y me incitó a tomar asiento en una de las butacas, pero cuando le expliqué el motivo de mi presencia en el lugar, frunció el entrecejo, borró la sonrisa de sus labios y se alejó sin más.

Se hicieron las cuatro mientras iba al encuentro de J. Lo supe porque, de repente, el recinto se iluminó a pleno. Lámparas blancas colgando del techo, con aureolas creadas por el humo de los cientos de cigarrillos consumidos durante la noche, irradiaban un brillo irisado, desbaratando aquella atmósfera sensual que cobijaba la penumbra. Desapareció la magia, y la realidad, inmisericorde, se hizo presente. Manchas grises del revoque, que dejaba al descubierto la pintura descascarada, salpicaban las paredes desnudas; los vetustos sillones de cuerina, revelaban tramos con las costuras abiertas a través de las cuales asomaba el relleno de goma espuma, como si fuesen protuberancias en un organismo enfermo; los rostros de las mujeres, algunas de edad avanzada, lucían pálidos, demacrados, ojerosos. Por cierto, conocía ese aspecto descarnado del local desde el primer sábado que lo elegimos como punto de encuentro, pero, en aquellas ocasiones llegaba al lugar cuando todos se habían marchado y J estaba solo, esperándonos con las luces ya encendidas. Sin embargo, esta vez las sombras se desvanecieron de repente y me descubrí atrapado en otro escenario, Esa transformación instantánea me impresionó como si hubiese atravesado un portal entre dos mundos; tan distintos, tan ajenos entre sí, que, de no estar seguro de mi juicio, habría dicho que confundí el lugar de destino. No obstante, eran dos rostros de una sola entidad, como a veces, suele suceder con las personas. ¿Cuál era el real? ¿Este, frío, inhóspito, ruinoso, o aquel otro, sugestivo, incitante, y, hasta diría, acogedor? ¿Cuál de los dos elegiría para habitar?

El lugar cobró un ritmo vertiginoso. Las mujeres se desprendían de los brazos de los hombres que insistían en retenerlas, y ante lo infructuoso de sus esfuerzos, abandonaban el local con pasos vacilantes, extraviados por el alcohol; los más remisos o aquellos a los que les costaba mantenerse en pie, eran conducidos con gestos amorosos y estudiada destreza hasta la puerta. Allí los acomodaban de cara a la calle, les propinaban unas suaves palmaditas en las espaldas y, con un cariñoso empujón, los arrojaban, si cabe el término, a la vereda. De inmediato, sin apenas detenerse a considerar el resultado de su acto, cerraban la puerta y regresaban al interior del local resoplando, como quién se libera de una carga despreciable. En tanto, la moza, con sus largas piernas, recorría las mesas con paso acelerado recogiendo las botellas, copas, vasos y ceniceros que amontonaba sobre el mostrador. De allí los tomaba un joven que, sin perder de vista el trasero de la muchacha, que se alejaba en busca de otra tanda, procedía a sumergirlos en una bacha llena de agua oculta a la vista bajo la tapa del mueble. Un par de segundos después los rescataba, seguramente para evitar que se ahoguen y los disponía sobre un repasador; sin duda convencido de haberlos lavado.

J contaba el dinero recaudado cuando me senté ante él en una de las banquetas al otro lado de la barra. Levantó la cabeza, me sonrió, nos saludamos y me preguntó si deseaba tomar algo mientras él terminaba y esperábamos a nuestros compañeros. Rechacé el convite.

Cuando concluyó el arqueo de caja comenzó a llamar a las mujeres, una a una, para abonarles las comisiones ganadas por la cantidad de copas que consumieron los hombres con los que habían alternado esa noche.

Yo estaba con los codos sobre el mostrador y la barbilla entre las manos, siguiendo con la mirada el circular de los billetes, pero sin ser consciente de lo que estaba sucediendo. No sé si a usted, lector, alguna vez les habrá sucedido: mirar sin ver; tener la vista depositada en algo mientras su mente, como si se hubiese emancipado, corretea a su libre albedrío. Pues así me hallaba en ese momento. Mis pensamientos vagaban libres por otros escenarios y otras circunstancias, tan alejados de allí como podría estarlo Saturno, y si alguien me hubiese preguntado qué estaba viendo, no sabría qué responder.

De pronto, sin noción del tiempo que había transcurrido, volví a la realidad. Levanté la mirada y mis ojos se encontraron con los de una mujer que acababa de recibir su comisión. Estaba en la plenitud de su madurez: rondaría los cuarenta años, no era bonita, pero su presencia irradiaba una sensualidad avasallante. De complexión robusta, tenía espaldas anchas, hombros redondeados y brazos vigorosos: una auténtica walkiria de las pampas. Vestía una remera blanca estrecha, de mangas muy cortas, que destacaba las formas de sus senos generosos, firmes, y la de una cintura definida, aunque su vientre luciera algo engrosado por los años, la mala comida y, tal vez, el alcohol; la cabellera espesa, renegrida, cortada a la garzón, resaltaba su rostro redondo, de pómulos un poco altos y salientes; la tez, de un tinte un tanto amarronado, característico en las nativas del país, conservaba, llamativamente, la tersura propia de los años mozos; su boca, de labios voluptuosos, incitantes, traslucía, sin embargo, un rictus desdeñoso. Con todo, ejercía un atractivo salvaje, lejos de la ternura artificial que adoptaban aquellas mujeres para seducir a los clientes. No lo voy a ocultar, fantaseé con un encuentro sexual. Pero sus ojos..., sus ojos, intensamente negros, enrojecidos por la vigilia y el humo, lucían opacos, como apagados; en ellos se podía adivinar un cansancio profundo, un cansancio que excedía lo físico, un cansancio de un espíritu doblegado por el hastío, la amargura y la resignación.

En ese fugaz instante, en que se cruzaron nuestras miradas, me dijo:

—Que va hacerle pibe, de algo hay que laburar[2] —y se marchó.

 

FIN



[1] Pequeños locales con un plantel de alternadoras, popularmente llamadas coperas, cuya tarea era seducir a los parroquianos a fin de estimularlos a consumir una mayor cantidad de copas, por las cuáles ellas percibían una comisión.

[2] Laburar: trabajar en el lunfardo porteño. 

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