EL MURO DE
SILENCIO
CRÓNICAS DE BUENOS AIRES
Sucedió en un bar del barrio de Palermo entre las once y once y treinta de la mañana. Una pareja joven, de unos treinta años, tal vez menos, ingresa al local y ocupa una mesa junto al ventanal que da a la calle. Esperan en silencio que los atiendan. Al cabo de varios minutos, durante los cuales no intercambian palabra alguna, se les acerca una moza y les entrega sendos menús. Realizan sus respectivos pedidos. Tampoco hablan entre sí mientras esperan el servicio.
Apenas
les sirven los platos, el muchacho la emprende a dentelladas contra un soberbio
sándwich, en pan negro, de carne y vaya uno a saber qué otros complementos y
aderezos; en tanto, ella se aplica en mezclar, con sumo cuidado, el aliño que
había añadido a un bowl colmado con verduras, croutons y tiras de pechugas de pollo. Todo, en el mayor de los
silencios. Cuando terminan de comer se quedan sentados por largos minutos, el uno
frente al otro, sin pronunciar una sola palabra. De pronto, la muchacha se levanta
y se dirige al toilette. El joven,
llama a la camarera y paga la consumición escaneando el QR desde su móvil.
Cuando ella regresa, se marchan, tal como llegaron, sumidos en el más absoluto
de los mutismos.
En
estos tiempos, que alguien definió como posmodernos (vaya uno a saber cómo
nombrarán a los años venideros) es frecuente, casi normal diría, ver a parejas
jóvenes, y no tanto, sumidos en sus propios teléfonos celulares, ignorando la
presencia del otro u otra. Pero no fue éste el caso, y por ello atrajeron mi
atención.
Paseaban
sus miradas por el lugar, como buscando algo con lo qué distraerse o fijaban
sus ojos en los platos vacíos que tenían ante sí o miraban fugazmente a su
acompañante, y de inmediato volver a desviar la vista hacia otro lado. Así
durante un buen rato.
Lo
primero que vino a mi mente fue que discutieron en la mañana y aún no superaron
el enojo. Sin embargo, no había en ellos rastros de la resaca que, por lo
general, suelen dejar tales episodios: semblantes sombríos, crispados; miradas adustas,
recelosas, cargadas de reproches; por el contrario, se mostraban relajados, y
hasta diría cómodos en la situación.
El ser
humano ha dotado de sentido al silencio, y le otorga un sinnúmero de
significados. Los hay indulgentes y severos, piadosos y crueles, sabios e
ignorantes, liberadores y opresivos; también, los silencios de los ausentes, del
amor no correspondido, de la distancia, de la cobardía..., y tantos más. Pero no
debe existir un silencio más funesto, más opresor, que el silencio que habita
en nuestro interior: ese silencio que erige un muro que nos constriñe y nos
aísla, no sólo de los demás, sino también de nosotros mismos.
Mientras
se alejaban me pregunté cuánto tiempo persistiría el silencio en aquella
pareja: horas, días, o, tal vez, disimulado tras la pantalla de un celular o de
un televisor, toda la vida en común.
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