viernes, 24 de junio de 2022

¡Ciudado con el censo!

 


¡CUIDADO CON EL CENSO!

CRÓNICAS DE BUENOS AIRES

 

El censo pasó y cayó en el olvido, soy consciente de ello, pero este apunte no trata sobre el censo en sí, sino sobre un acontecimiento que tuve la oportunidad de presenciar a raíz de dicho trámite.

El censista se presentó pasado el mediodía. Le entregué el comprobante que recibí después de haber completado el formulario digital, respondí la pregunta que me formuló, y en no más de un par de minutos quedé libre. Ya no tenía que estar pendiente del timbre y podía disponer del resto del día a mi antojo. Así pues, volví a mi departamento, recogí unos papeles, envié un mensaje por whatsApp y salí nuevamente a la calle. Tenía una reunión pactada, y había acordado con la persona en cuestión que el primero que terminara con el censo se trasladaría a la vivienda del otro.

La calle estaba desierta, tanto como pocas veces la había visto; todo cerrado: los locales comerciales, los bares, y hasta los supermercados y los quiscos de golosinas; muy de vez en cuando aparecía algún vehículo.

Caminé las diez cuadras que me separaban del domicilio donde se llevaría a cabo la reunión: una torre con más de veinte pisos. Le informé al portero a dónde me dirigía y que me estaban esperando. Él, después de confirmar la veracidad de mis dichos, me autorizó el ingreso. El hombre había dispuesto dos sillas en el palier de la planta baja: una para el censista, la otra para el censado, y por el portero eléctrico llamaba uno a uno a los copropietarios para anunciarle que la censista, una joven de unos veinticinco años, estaba libre y podía bajar para cumplir con el trámite. Cómodo y eficiente, pensé.

Ya en el departamento de mi anfitrión nos abocamos a la tarea que nos convocaba, estimulados por un excelente café express.

Promediaba la reunión cuando sonó el timbre. Uf, el censo, pensé, ahora tendré que acompañarlo y esperar a que termine. Pero él respondió que estaba ocupado y bajaría más tarde. Así lo hicimos. El trámite fue breve, pues también había completado el formulario por Internet. Luego nos quedamos conversando en la vereda junto al portero sobre el clima amable de este otoño, los negocios cerrados, el precio de la comida, entre otros temas de profunda trascendencia existencial. En eso, el encargado convoca a otro consorcista. Instantes después, surge del ascensor una mujer de mediana edad, cabello corto, muy rubio, peinado con esmero, que le caía a los lados de la cara, lisa y redonda, como dos cortinas; traía un rictus adusto en su rostro y la mirada severa. Su cuerpo tenía una forma peculiar, como de una pera: era de hombros estrechos y su torso se iba engrosando paulatinamente hacia el abdomen abultado y las anchas caderas; carecía de cintura. Vestía un sobrio conjunto de blusa y pollera de excelente calidad; se diría que gozaba de una holgada situación económica, si bien sus rasgos faciales y sus movimientos, algo toscos, denunciaban un origen humilde. Con paso decidido y aire arrogante se dirigió hacia la encuestadora, que en ese momento se debatía por ordenar sobre su falda el montón de planillas: Cuando estuvo a su lado, le demandó, con tono agrio, que realizaran la entrevista en la calle. La joven, no pudo disimular una expresión de sorpresa ante la intempestiva actitud, no obstante, respondió con suma cordialidad: <<Sí señora, como usted prefiera>> y sin demorar, juntó como pudo los formularios, se puso de pie, recogió el bolso y la cartera, que había depositado en el suelo, y siguió a la mujer. Ya en la calle, ésta le pidió la acreditación como encuestadora (debo mencionar que la muchacha lucía la pechera oficial ampliamente publicitada), y después de verificar el código QR, la condujo unos metros más allá de la entrada del edificio dónde accedió a responder el cuestionario.

Después de largos minutos, finalizado el procedimiento, la mujer vino hacia nosotros dejando a la joven parada en el lugar. Cuando llegó a nuestro lado nos comentó que no había completado el formulario por Internet porque no estaba dispuesta a suministrarle al gobierno información que estimaba privadísima, y nos preguntó si no considerábamos extraño que el censo se realizara durante una pandemia y en medio una crisis económica, con los costos que insumía, y que, sin duda, encubría un negociado. El portero y mi anfitrión asintieron con un leve movimiento de la cabeza en tanto mascullaban con voz apagada: <<y..., sí>>. Era evidente que no se atrevían a contradecirla. Yo me mantuve en silencio. ¿Qué sentido tenía responderle?, sería como intentar razonar con un terraplanista sobre si la tierra es plana o redonda o con un antivacuna sobre si la vacuna contra el Covid contiene o no un chip para controlar las mentes; las teorías conspirativas están sustentadas más en la fe que en el raciocinio. Seguido, la mujer increpó al portero por permitir que una persona extraña <<invadiera>> (así lo dijo) el acceso al edificio, lo cuál representaba <<un serio peligro para la seguridad de todos los copropietarios>>. Dicho esto, dio media vuelta y se retiró de un modo aparatoso. El portero se alejó para hablar con la censista, que permanecía distante de la puerta de acceso, sin saber que actitud tomar. El hombre con el que me había reunido me miró, esbozó una sonrisa confusa y encogiéndose de hombros me comentó que la mujer era una abogada, miembro del consejo de administración de la torre. Eso fue todo. Acordamos la fecha para una nueva reunión y nos despedimos estrechándonos las manos.

Mientras regresaba vino a mi mente el recuerdo de la casa de mis padres, cuando sentaban al censista (por lo general un empleado del estado, una maestras o maestro de escuela) en el comedor y les servían café con galletitas, sin siquiera haberles preguntado previamente si lo apetecían; y como en todas las casas ocurría lo mismo, lo imaginaba con el estómago a miseria, esforzándose por tragar todo aquello para no despreciar.

Sin duda, los tiempos cambiaron, también la gente; nos hicimos más huraños, más agrios, más desconfiados; acaso porque estamos sumidos en un sistema de competencia despiadada o porque los sectores que detentan el poder se aplican en fomentar las divisiones a través de los medios colaboradores, porque una sociedad dividida es más fácil de manipular o porque las desigualdades sociales agudizan los enconos, y en lugar de dirigir la mirada contra quiénes los sojuzgan descargan sus furias unos contra otros, o por decenas de otras razones. Como sea, no pude evitar el confrontar aquella costumbre con la conducta de la mujer.

Había en sus modales exuberantes cierta teatralidad deliberada que denotaban una especie de íntima satisfacción por haber demostrado, a la encuestadora, al portero, a su vecino, a mí..., y tal vez a ella misma, que podía ejercer su voluntad y que no formaba parte de la manada aceptando mansamente los dictados de autoridad alguna. Sin embargo, intuí en ese comportamiento algo más que una personalidad autoritaria, prendada de sí misma. Y ese algo más era miedo; un miedo más allá de toda lógica, un miedo que encubría tras una máscara de prepotencia y autoritarismo. ¿Miedo a qué?, me pregunté.

Recobré mentalmente la escena con que se topó la abogada al salir del ascensor: tres hombres, dos de los cuales le eran conocidos (el portero y su vecino), un tercero (yo), conversando amistosamente y una jovencita manipulando papeles. No se podría imaginar una escena más bucólica. Sin embargo, pudo más el temor que, sin duda, traía consigo.

Los humanos somos seres emotivos, las emociones gobiernan nuestros pensamientos, nuestros actos y nuestra ideología, y, consecuentemente, nuestra percepción.

Entonces vinieron a mi mente las campañas conspirativas desplegadas por una pléyade de comunicadores en decenas de columnas y editoriales: ‘en esta época de inseguridad no permitir el ingreso de los encuestadores a la vivienda’... ‘el censo no es anónimo pues incluye nombre y apellido y dni del censado’..., ‘preguntan sobre vacunas, patrimonio y cuál es la actividad laboral’..., ‘el link del censo digital hackea los dispositivos tecnológicos’..., ‘solicitan datos personales como la dirección de mail’..., ‘demandan información sobre cuánto ganás, cuántas propiedades tenés’..., son algunas de las prédicas que les escuché declamar. Y ni hablar de las opiniones en las redes sociales. A modo de ejemplo reproduzco un posteo en twitter que copié textual en mi cuaderno de notas por lo delirante que me había parecido: “el censo tiene una clara visión de lo que se puede expropiar”.

 

Manifestaciones, a todas luces, destinadas a infundir desconfianza, incertidumbre y a enervar los ánimos. El estado ya posee nuestros datos a través de la Afip, el Anses, el Registro de la propiedad, entre otros organismos oficiales, y no necesita recurrir a un censo para obtenerlos. Por otra parte, no se entiende tanto prurito en proporcionar este tipo de información cuando millones de personas, entre las cuales seguramente se encuentra la abogada, adhieren a plataformas como Google, Facebook, Instagram, Twitter y otras (empresas privadas, por cierto) que además de ser depositarias de nuestros datos personales, también conocen nuestras opiniones, gustos y deseos.

La mujer tenía estudios superiores, lo cuál presupone cierta capacidad de análisis, razonamiento y espíritu crítico, pero está probado que la instrucción no inmuniza contra la retórica conspirativa.

Era evidente que la prédica se había hecho carne en ella.

Había salido del ascensor con una realidad preconcebida, por eso ni tan siquiera consideró la escena pacífica y cordial que reinaba en el hall del edificio, ni al hecho de que muchos de sus vecinos ya habían sido censados sin conflicto alguno. Traía consigo una idea: todo el procedimiento abrigaba oscuras intenciones: y la censista era ser peligroso al servicio del mal.  ¡Ésa era la verdad, y no otra!


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