¡CUIDADO CON EL CENSO!
CRÓNICAS DE BUENOS AIRES
El censo pasó y cayó en el olvido, soy
consciente de ello, pero este apunte no trata sobre el censo en sí, sino sobre
un acontecimiento que tuve la oportunidad de presenciar a raíz de dicho
trámite.
El censista se presentó pasado el
La calle estaba desierta, tanto como
pocas veces la había visto; todo cerrado: los locales comerciales, los bares, y
hasta los supermercados y los quiscos de golosinas; muy de vez en cuando
aparecía algún vehículo.
Caminé las diez cuadras que me separaban
del domicilio donde se llevaría a cabo la reunión: una torre con más de veinte
pisos. Le informé al portero a dónde me dirigía y que me estaban esperando. Él,
después de confirmar la veracidad de mis dichos, me autorizó el ingreso. El hombre
había dispuesto dos sillas en el palier de la planta baja: una para el censista,
la otra para el censado, y por el portero eléctrico llamaba uno a uno a los
copropietarios para anunciarle que la censista, una joven de unos veinticinco
años, estaba libre y podía bajar para cumplir con el trámite. Cómodo y
eficiente, pensé.
Ya en el departamento de mi anfitrión nos
abocamos a la tarea que nos convocaba, estimulados por un excelente café express.
Promediaba la reunión cuando sonó el
timbre. Uf, el censo, pensé, ahora tendré que acompañarlo y esperar a que
termine. Pero él respondió que estaba ocupado y bajaría más tarde. Así lo
hicimos. El trámite fue breve, pues también había completado el formulario por
Internet. Luego nos quedamos conversando en la vereda junto al portero sobre el
clima amable de este otoño, los negocios cerrados, el precio de la comida,
entre otros temas de profunda trascendencia existencial. En eso, el encargado convoca
a otro consorcista. Instantes después, surge del ascensor una mujer de mediana
edad, cabello corto, muy rubio, peinado con esmero, que le caía a los lados de la
cara, lisa y redonda, como dos cortinas; traía un rictus adusto en su rostro y
la mirada severa. Su cuerpo tenía una forma peculiar, como de una pera: era de
hombros estrechos y su torso se iba engrosando paulatinamente hacia el abdomen
abultado y las anchas caderas; carecía de cintura. Vestía un sobrio conjunto de
blusa y pollera de excelente calidad; se diría que gozaba de una holgada
situación económica, si bien sus rasgos faciales y sus movimientos, algo toscos,
denunciaban un origen humilde. Con paso decidido y aire arrogante se dirigió
hacia la encuestadora, que en ese momento se debatía por ordenar sobre su falda
el montón de planillas: Cuando estuvo a su lado, le demandó, con tono agrio,
que realizaran la entrevista en la calle. La joven, no pudo disimular una
expresión de sorpresa ante la intempestiva actitud, no obstante, respondió con
suma cordialidad: <<Sí señora, como usted prefiera>> y sin demorar,
juntó como pudo los formularios, se puso de pie, recogió el bolso y la cartera,
que había depositado en el suelo, y siguió a la mujer. Ya en la calle, ésta le
pidió la acreditación como encuestadora (debo mencionar que la muchacha lucía
la pechera oficial ampliamente publicitada), y después de verificar el código
QR, la condujo unos metros más allá de la entrada del edificio dónde accedió a
responder el cuestionario.
Después de largos minutos, finalizado el
procedimiento, la mujer vino hacia nosotros dejando a la joven parada en el
lugar. Cuando llegó a nuestro lado nos comentó que no había completado el
formulario por Internet porque no estaba dispuesta a suministrarle al gobierno información
que estimaba privadísima, y nos preguntó si no considerábamos extraño que el
censo se realizara durante una pandemia y en medio una crisis económica, con
los costos que insumía, y que, sin duda, encubría un negociado. El portero y mi
anfitrión asintieron con un leve movimiento de la cabeza en tanto mascullaban con
voz apagada: <<y..., sí>>. Era evidente que no se atrevían a
contradecirla. Yo me mantuve en silencio. ¿Qué sentido tenía responderle?,
sería como intentar razonar con un terraplanista sobre si la tierra es plana o
redonda o con un antivacuna sobre si la vacuna contra el Covid contiene o no un
chip para controlar las mentes; las teorías conspirativas están sustentadas más
en la fe que en el raciocinio. Seguido, la mujer increpó al portero por
permitir que una persona extraña <<invadiera>> (así lo dijo) el
acceso al edificio, lo cuál representaba <<un serio peligro para la
seguridad de todos los copropietarios>>. Dicho esto, dio media vuelta y
se retiró de un modo aparatoso. El portero se alejó para hablar con la
censista, que permanecía distante de la puerta de acceso, sin saber que actitud
tomar. El hombre con el que me había reunido me miró, esbozó una sonrisa confusa
y encogiéndose de hombros me comentó que la mujer era una abogada, miembro del
consejo de administración de la torre. Eso fue todo. Acordamos la fecha para
una nueva reunión y nos despedimos estrechándonos las manos.
Mientras regresaba vino a mi mente el
recuerdo de la casa de mis padres, cuando sentaban al censista (por lo general un
empleado del estado, una maestras o maestro de escuela) en el comedor y les
servían café con galletitas, sin siquiera haberles preguntado previamente si lo
apetecían; y como en todas las casas ocurría lo mismo, lo imaginaba con el
estómago a miseria, esforzándose por tragar todo aquello para no despreciar.
Sin duda, los tiempos cambiaron, también
la gente; nos hicimos más huraños, más agrios, más desconfiados; acaso porque
estamos sumidos en un sistema de competencia despiadada o porque los sectores
que detentan el poder se aplican en fomentar las divisiones a través de los
medios colaboradores, porque una sociedad dividida es más fácil de manipular o
porque las desigualdades sociales agudizan los enconos, y en lugar de dirigir
la mirada contra quiénes los sojuzgan descargan sus furias unos contra otros, o
por decenas de otras razones. Como sea, no pude evitar el confrontar aquella
costumbre con la conducta de la mujer.
Había en sus modales exuberantes cierta
teatralidad deliberada que denotaban una especie de íntima satisfacción por haber
demostrado, a la encuestadora, al portero, a su vecino, a mí..., y tal vez a
ella misma, que podía ejercer su voluntad y que no formaba parte de la manada
aceptando mansamente los dictados de autoridad alguna. Sin embargo, intuí en ese comportamiento
algo más que una personalidad autoritaria, prendada de sí misma. Y ese algo más
era miedo; un miedo más allá de toda lógica, un miedo que encubría tras una
máscara de prepotencia y autoritarismo. ¿Miedo a qué?, me pregunté.
Recobré mentalmente la escena con que se
topó la abogada al salir del ascensor: tres hombres, dos de los cuales le eran
conocidos (el portero y su vecino), un tercero (yo), conversando amistosamente
y una jovencita manipulando papeles. No se podría imaginar una escena más
bucólica. Sin embargo, pudo más el temor que, sin duda, traía consigo.
Los humanos somos seres emotivos, las
emociones gobiernan nuestros pensamientos, nuestros actos y nuestra ideología,
y, consecuentemente, nuestra percepción.
Entonces vinieron a mi mente las campañas
conspirativas desplegadas por una pléyade de comunicadores en decenas de
columnas y editoriales: ‘en esta época de inseguridad no permitir el ingreso de
los encuestadores a la vivienda’... ‘el censo no es anónimo pues incluye nombre
y apellido y dni del censado’..., ‘preguntan sobre vacunas, patrimonio y cuál
es la actividad laboral’..., ‘el link del censo digital hackea los dispositivos
tecnológicos’..., ‘solicitan datos personales como la dirección de mail’...,
‘demandan información sobre cuánto ganás, cuántas propiedades tenés’..., son
algunas de las prédicas que les escuché declamar. Y ni hablar de las opiniones
en las redes sociales. A modo de ejemplo reproduzco un posteo en twitter que copié
textual en mi cuaderno de notas por lo delirante que me había parecido: “el
censo tiene una clara visión de lo que se puede expropiar”.
Manifestaciones, a todas luces, destinadas
a infundir desconfianza, incertidumbre y a enervar los ánimos. El estado ya posee
nuestros datos a través de la Afip, el Anses, el Registro de la propiedad,
entre otros organismos oficiales, y no necesita recurrir a un censo para
obtenerlos. Por otra parte, no se entiende tanto prurito en proporcionar este
tipo de información cuando millones de personas, entre las cuales seguramente
se encuentra la abogada, adhieren a plataformas como Google, Facebook,
Instagram, Twitter y otras (empresas privadas, por cierto) que además de ser
depositarias de nuestros datos personales, también conocen nuestras opiniones,
gustos y deseos.
La mujer tenía estudios superiores, lo
cuál presupone cierta capacidad de análisis, razonamiento y espíritu crítico,
pero está probado que la instrucción no inmuniza contra la retórica
conspirativa.
Era evidente que la prédica se había
hecho carne en ella.
Había salido del ascensor con una
realidad preconcebida, por eso ni tan siquiera consideró la escena pacífica y
cordial que reinaba en el hall del edificio, ni al hecho de que muchos de sus
vecinos ya habían sido censados sin conflicto alguno. Traía consigo una idea: todo
el procedimiento abrigaba oscuras intenciones: y la censista era ser peligroso
al servicio del mal. ¡Ésa era la verdad, y no otra!
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