¿QUÉ FUE DE LA PARÍS ARGENTINA?
En las mañanas, durante el desayuno,
suelo hacer zapping entre distintos programas
radiales de noticias. Son diversas las razones que me impulsana ello: a) no quiero
quedarme con una sola versión de los hechos; b) no soporto a los periodistas
que más que comunicar y, si se quiere, comentar la noticia, se comportan como portavoces,
ya no de una línea de pensamiento político o económico, sino de un sello
partidario particular, e incluso de algún potencial candidato que disputa una
interna en ese mismo espacio político. No necesito que me adoctrinen, bien o
mal puedo arribar a mis propias conclusiones sobre un suceso; y c) me aburren
las tandas publicitarias. Pero, por lo general, debido a distintas razones que
no vienen al caso, son éstas las que aprovecho para cambiar de sintonía.
Claro que hay mejores formas de comenzar el día, pero tampoco es cuestión de pretender ganar el paraíso sin sacrificio alguno.
Sucedió una de aquellas mañanas. Había finalizado la arenga de adoctrinamiento por parte del conductor del programa... ¿o era el editorial?, como sea, el caso fue que a continuación apareció la tanda publicitaria. Por alguna razón que no recuerdo omití saltar a otra emisora. Imperdonable error; si lo hubiera hecho no estaría escribiendo estas líneas.
Así pues, escuchaba la publicidad como si
fuese un ruido de fondo hasta que un anuncio atrajo mi atención. Se trataba de
la promoción de un comercio dedicado a la compra de oro, pero no fue ésta la
razón de mi asombro, sino el hecho de que estuviera situado en una de las zonas
más exclusivas de la Ciudad: ¡la París
argentina! Apelativo con el cual, años atrás, se identificaba a un sector
bastante impreciso del barrio de la Recoleta que abarcaba las calles Quintana,
Alvear, Posadas, Guido, la cuadra de Libertad entre Quintana y Posadas y los
alrededores de la plazoleta Carlos Pellegrini. Era un área eminentemente
residencial, orgullo de la oligarquía porteña que veía en las elites europeas,
y particularmente parisinas, la inspiración de un estilo de vida social y
cultural, la esencia del mundo civilizado.
Abundaban allí los petits hôtels de tipo parisino, mansiones y
palacetes con la clásica arquitectura francesa y unos pocos edificios con
un departamento por piso, majestuosas fachadas en mármol o piedra y explanadas
con rotondas para los automóviles; de modo tal que los pasajeros sólo debían
realizar unos pocos pasos para acceder al interior del inmueble, ¿Comodidad....
privacidad?.
La mención
de la calle en el anuncio publicitario me hizo evocar aquel viejo barrio que
tanto conocía por haberme criado a pocas cuadras del lugar Vivía en una de las calles de lo que podríamos
designar como los extramuros de aquel grupo de arterias reservadas a la nobleza
local.
En efecto,
asistí hasta tercer grado a la escuela (estatal) Domingo Faustino Sarmiento
(más conocida como Cinco Esquinas), que aún hoy ocupa toda la esquina de
Libertad y Quintana, y terminé la primaria en el Juan José Castelli (también
del estado), situado en Arenales entre Cerrito y Rodríguez Peña, antes de que
fuera devorado por la avenida 9 de Julio (hoy funciona en su nuevo edificio de
la calle Ayacucho entre Las Heras y Vicente López) .
Permítanme
una corta digresión fuera de tema: Era obligatorio el cambio de colegio pues el
Cinco esquinas era mixto hasta tercer grado, luego solamente de niñas; el
Castelli, por su parte, era exclusivo para varones. Calculo que así se
preservaba la virtud de las chicas del barrio, o bien se evitaba que
muchachitos de ocho o nueve años fuesen tentados por la serpiente, o ambas
razones a la vez. .
Así pues, recordé aquellas calles
desiertas dónde no existían locales comerciales más que las galerías Alvear y
Promenade, el hotel Alvear y un par de farmacias; había además una confitería
(en Posadas y Libertad).
Obviamente el barrio Recoleta era más
extenso que el reducido número de cuadras que acabo de mencionar, aunque no
tanto como hoy pretenden instalar las inmobiliarias, que de continuar así, en
poco tiempo el obelisco, la casa de gobierno, San Telmo, la Boca, Belgrano,
Nuñez, formarán parte de la famosa Recoleta (todo vale para aumentar el valor
de las propiedades). .Las calles en la periferia de la Parías argentina, si
bien pertenecían al mismo barrio, carecían del glamour y la dignidad que
aquellas ostentaban. Había allí almacenes, librerías, bares, locales de ropa, peluquerías,
un mercado con puestos de carnes, pollos, frutas y verduras (los supermercados
aún no se había inventado), panaderías, heladerías, pequeños talleres unipersonales
aplicados al arreglo de prendas o calzado, cerrajerías, una carbonería dónde también
se vendía papa y cebolla, dos pensiones... y un conventillo.
¡Ah!..., el conventillo: merece unas palabras.
Tenía forma de L con una entrada por la calle Libertad y otra por Arenales.
Constaba de un patio angosto a cuyos
lados se alineaban pequeños departamentos, o dicho con mayor propiedad,
pequeñas habitaciones (y con pequeñas quiero decir pequeñas) cada una de las
cuales albergaba una familia completa, por lo general con varios hijos. En la
planta superior había una galería con baranda de hierro, donde también, al
igual que en la planta baja, se sucedían las habitaciones, pegadas unas a
otras. Un baño común en cada planta y una línea de piletas, al fondo de la
planta baja que servía de lavadero. ¿Cocina? Cada familia preparaba sus comidas
sobre un calentador a kerosene en el interior de su propio habitáculo.
Los chicos de barrio que vivíamos en
casas o departamentos, lo cual presuponía un estrato social superior que el de
los moradores del conventillo, teníamos vedado, por mandato de nuestros padres,
ingresar al lugar. Y tal vez por eso mismo, cuando nos juntábamos a jugar en la
calle (en aquellos años los chicos jugábamos en la plaza o en la calle)
cobrábamos valor y nos aventurábamos al interior del patio. Era una incursión a
un territorio desconocido, habitado por seres maléficos que surgían de las
profundidades de sus oscuras cavernas. Pero aquellas expediciones no se
prolongaban más que unos pocos pasos hacia el interior del territorio enemigo,
porque alguna de sus guardianas, siempre mujeres, aparecía con la excusa de ir
al lavadero o para colgar ropa de las sogas que atravesaban el patio a la
altura del piso superior, y nos espantaba a los gritos: <<¿Qué hacen
aquí?... ¿No tienen otro lugar dónde ir a jugar?>> Entonces, emprendíamos
la retira corriendo, y ya en la calle, cuando nos sentíamos seguros, nos
congratulábamos por haber salido sanos y salvos
Hoy aquel tan peligroso territorio se ha reconvertido
en el Pasaje Libertad y la Rue des Artisans, y las antiguas habitaciones
albergan ahora locales de diseñadores de moda, decoradores, ateliers de artistas y estudios de
arquitectura.
Al otro lado de la zona exclusiva, frente
al cementerio, existían algún que otro restaurante y un par de confiterías, aunque
ya presentaba el germen de la Recoleta actual: voluptuosa y mundana, con sus pubs, bares, restaurantes, hoteles
boutiques y night clubs, de estos
días.
En síntesis, existían dos áreas
perfectamente definidas: un centro, lo que podríamos designar como el casco del
barrio, con su tradicional nobleza, reservado para la elite, y la periferia,
activa, bulliciosa, habitada por una clase media en crecimiento.
Pero volvamos a la actualidad.
Los días siguientes a aquel primer
anuncio que atrajo mi atención volví a escuchar promociones similares de
distintos anunciantes en otros programas de otras emisoras.
Incitado por la curiosidad ante tan insólita
especialización del barrio, recurrí a la inestimable, y siempre dispuesta,
colaboración, de don Google (¿quién si no?). No fue necesario apelar a mucha
imaginación para iniciar la búsqueda, bastó con escribir ‘compraventa de oro en
Recoleta’. Y... ¡vaya sorpresa!, las
calles que antaño, con solo mencionarlas, remitían a la crema innata de la
sociedad, albergaban ahora a no menos de una decena de locales destinados a una
actividad tan vulgar como la de comprarle las últimas reservas de valor que
algunos poseen, y que se ven obligados a enajenar para superar un trance
ineludible. No contento con ello, en ocasión de tener que asistir a un
evento en las cercanías, fui a recorrer en persona las calles de mi infancia. ¡Caray,
cómo habían cambiado! Efectivamente, se había creado en un nuevo polo destinado al negocio del oro.
¿Qué le había
ocurrido a la Paris argentina? ¿En qué
recodo de la historia perdió el rango aristocrático que solía ostentar? ¿Cómo
fue que, en poco tiempo, sus calles se poblaron con una cantidad inusitada de
locales cuya actividad era mirada con desdén, particularmente por la misma
clase social que residía en la zona?
Es sabido
que la concentración geográfica de una determinada actividad (comercial o
industrial) tiene sus beneficios: amplía la visibilidad de la actividad; atrae
más clientes que si cada comercio operara en forma aislada; favorece la
interacción entre los comerciantes posibilitando el intercambio de información
sobre el mercado que les compete, facilita la colaboración para realizar
operaciones conjuntas, viabilizando la concreción de negocios que en forma
individual no hubiesen podido formalizar, entre otras ventajas. Sin embargo
esto no responde a la cuestión que motiva este apunte, esto es: ¿por qué en
esas calles?
Si tomamos
en consideración que la zona no es de fácil acceso, que son escasas las líneas
del transporte público que llegan al lugar, como sí ocurre con la calle
Libertad en las proximidades de la avenida Corrientes, las adyacencias de
Corrientes y Pueyrredón, el Once o el centro comercial del barrio de Belgrano y
que el valor del alquiler de los inmuebles se cuenta entre uno de los más
elevados de la Capital, cabría preguntarse cuáles fueron las razones que
motivaron la elección de esas calles para instalar sus locales.
Rápidamente
se podría responder: se trata de un sector de la Ciudad en el que se concentra
un segmento de la población con elevado poder adquisitivo, y además lindante a
una zona frecuentada por el turismo extranjero, lo cual configura una locación
atractiva para la venta de joyas, relojes de colección y objetos preciosos.
Sin
embargo, todos los anuncios que pude escuchar se limitaban a promocionar la
compra del metal y no la venta de alhajas u objetos de joyería (‘compro oro’...,
‘pagamos mejor precio’..., ‘tasamos a valores internacionales’..., ‘no marcamos
sus alhajas’..., proclamaban). Cabe suponer entonces que más allá de una
potencial demanda, habían detectado que existía en el área una tendencia a la
oferta de objetos preciosos antes que a la compra. Y no es éste un dato menor.
La
oligarquía vernácula supo sustentar su fortuna, su linaje y su estilo de vida
en la tenencia de la tierra. Era usual
asimilar los apellidos aristocráticos a las familias terratenientes. Pero desde
hace años a esta parte, decenas de miles de hectáreas de tierras, que solían formar
parte de ese acervo familiar fueron pasando a manos de corporaciones, compañías
off shore, fondos de inversión, nacionales o extranjeros.
Y he aquí
donde, en mi opinión, radica la principal razón para haber convertido a ese
sector del barrio en un clúster[1]
destinado a la compra de oro.
Muchas de
aquellas fortunas se fueron diluyendo entre infinidad de herederos (las
familias solían ser numerosas), gastos en juicios sucesorios interminables, administración
ineficiente de las parcelas divididas, entre otras razones. Pero, para esas
familias era necesario sostener, a toda costa, la pertenencia a la elite social
y un estilo de vida acorde sus orígenes. Y para ello estaban las joyas de la
abuela.
Claro que
estas gentes no suelen concurrir a la calle Libertad o al Once para empeñar sus
antiguos tesoros; lo hacen en las más tradicionales y prestigiosas joyerías de
la ciudad cuya única actividad manifiesta es la venta de alhajas y objetos de
arte. Lugares que les brindan privacidad y discreción, y a cuyos locales pueden
concurrir a la vista de todos sin avergonzarse por ello.
Obviamente,
esta circunstancia representaba un escollo para acceder a este importante
yacimiento por parte de otros grupos de compradores de metales preciosos, que
no gozaban del prestigio de aquellos pocos comercios tradicionales. Necesitaban
mejorar su imagen a los ojos de esas gentes y nada mejor para ello que convertirse
en sus vecinos jerarquizando sus establecimientos al heredar la dignidad que
ostenta el entorno
Y así fue
como, la París argentina se ha
transformado ahora en el coto de caza de tesoros familiares largamente acumulados
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