sábado, 14 de septiembre de 2024

LA MANTA DE PELO DE LLAMA (cuento)

Anochecía. Una lúgubre penumbra pesaba sobre la aristocrática calle Arroyo. Las luces del alumbrado público apenas lograban filtrarse entre el follaje de los árboles alineados en las veredas. Las sombras bailaban en las fachadas de los edificios al compás de una gélida brisa. María de los Ángeles Leguizamón apareció de repente, como si una porción de aquella oscuridad se hubiese corporizado. Era de contextura menuda, extremadamente delgada y de apariencia frágil; su cara, de mejillas hundidas y pómulos pronunciados, lucía maquillada en exceso con un rubor oscuro que acentuaba sus facciones angulosas; la boca, contraída, de finos labios rojos con las comisuras caídas, insinuaba una velada arrogancia. Vestía un abrigo negro, largo hasta los tobillos con amplio cuello en piel de zorro, prenda que, si bien lucía anticuada, conservaba la prestancia propia de haber sido confeccionada por manos expertas con el más fino casimir. Rengueaba de la pierna izquierda. Había caminado más de una decena de cuadras, y la cadera y las pantorrillas le dolían horrores. Animada más por la voluntad que por sus fuerzas, recorrió el último tramo que la separaba de su destino. Metros por delante, allí donde la calle describe una curva, el resplandor que proyectaba la galería de arte guiaba sus pasos. Se detuvo en el círculo luminoso ante la entrada; sabía que necesitaba un par de minutos de reposo para calmar el dolor. Empleó el tiempo en retocar con suaves palmadas la cabellera azabache, corta y ensortijada, y alisar imaginarios pliegues sobre el abrigo. Al cabo, ya repuesta, empinó la cabeza, echó los hombros hacia atrás, y entró.

De un vistazo comprobó con satisfacción la ausencia de público, solo estaban presentes el pintor junto a la curadora de la muestra, dialogando ante una de las obras, y cuatro camareros aburridos, recostados contra la pared del fondo. Había llegado temprano, tal como fuera su intención.

Con andar pausado avanzó hacia el interior del local: el cuerpo erguido, la barbilla levantada, ojeando de soslayo los cuadros colgados en las blancas paredes. Se acercó al artista, un joven de mirada acuosa; su rostro aniñado, muy pálido, estaba enmarcado por una cabellera rubia, lacia, que le caía hasta los hombros. Vestía un conjunto blanco de chaqueta larga con cuello militar y pantalón tipo babucha ceñido por encima de los tobillos; calzaba sandalias en los pies desnudos. «Un descendiente de la nobleza rusa», imaginó.

Se presentó ofreciendo su mano laxa, con el dorso hacia arriba, abrigando la secreta ilusión de que la tomaría con delicadeza por la punta de los dedos, y, con una ligera reverencia, posaría en ella sus labios, tal como era costumbre en la aristocracia europea. Pero el joven, estrechándola con fiereza, se dio a zarandearla de arriba abajo. No contento con ello, tal vez porque supuso que se trataba de una distinguida diletante, posible compradora de alguna de sus obras, aprisionó con ambas manos la de María de los Ángeles y la retuvo, mientras se prodigaba en palabras de agradecimiento por su presencia en la muestra. El vulgar comportamiento del artista, agravado por el contacto de su piel fría y húmeda, provocó en ella una abrumadora repugnancia; sin embargo, supo dominar el impulso de retraer la mano de inmediato, disimulando su disgusto tras una sonrisa condescendiente. La aparición de dos camareros portando sendas bandejas con bebidas y bocadillos, fue la excusa para liberarse de aquella garra pegajosa. Optó por una copa de champagne y un sándwich de jamón, queso, aceitunas y palmitos, que tuvo la precaución de tomar con la mano que no había sido contaminada. Consideró entonces que era el momento oportuno para despedirse del artista. Así pues, lo felicitó por la muestra, y, puesto que tenía las manos ocupadas, le bastó sólo una leve inclinación de cabeza a modo de saludo antes de retirarse sin que ello pudiera ser interpretado como una falta de cortesía.

Se dio a recorrer la muestra mientras se deleitaba saboreando el sándwich acompañado con pequeños sorbos del champagne. Se desplazaba con esa lentitud premeditada que otorga prestancia y dignidad. Ante cada cuadro permanecía en actitud contemplativa durante largos segundos, como si estuviese cautivada por la obra, mas nada veía: otras urgencias ocupaban su mente. Cuando volvieron a ofrecerle otra ronda de bocadillos, se decidió, después de un breve instante de duda, por otro emparedado, esta vez en pan negro, jamón crudo, rúcula y queso parmesano, y repuso la copa de champagne que había vaciado. Al rato, ante un nuevo convite, optó por un brioche con pollo, tomate y mayonesa..., y otra copa de champagne.

 

El local se fue poblando con curiosos, críticos, coleccionistas e inversores. María de los Ángeles deambulaba entre la concurrencia con la soltura propia de una persona habituada a frecuentar fiestas y recepciones. En una de sus manos nudosas sostenía con gracia la copa, que reponía cada vez que se agotaba, mientras con la otra capturaba con suma delicadeza las delicatessen que de continuo le ofrecían los camareros. Cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos, trasuntaba una natural dignidad hermanada a cierta arrogancia, actitud que el vulgo suele apreciar en las personas distinguidas. Por eso, cuando se sumaba a alguno de los grupos que se habían formado para intercambiar opiniones sobre las obras o simplemente con la intención de sociabilizar, su intromisión era siempre bien recibida. Entonces ella se convertía en el centro de la tertulia. Su conversación era fluida y apropiada a la circunstancia, y si bien el trato que dispensaba a los demás era cortés, en modo alguno perdía su aire distante: Magnífica muestra. Es, sin duda, un joven talentoso. Estoy segura que con el tiempo oiremos hablar mucho de él...  Les sugiero los canapés con salmón, son excelentes... ¡Oh!, sí, París en primavera es maravilloso, pero si debo elegir, en esta época del año optaría por las Baleares... ¿No conocen las Baleares? Debieran visitarlas. Tengo recuerdos magníficos de ese lugar... Era aún adolescente, hace tanto ya, como podrán comprobar... Una tarde escapé de mis padres mientras dormían la siesta en el hotel para reunirme con un conde... francés o húngaro..., no recuerdo. No importa, son todos iguales... No querrán saber... Bueno les cuento, total ya prescribió... ¡Ah!, cazuelitas de lomo a la strogonoff... Es una galería bellísima... ¡Bombones!... son mi debilidad... Si en alguna ocasión desean realizarme un obsequio, que sean bombones por favor... Después de los diamantes, por supuesto».  Y así alternaba de grupo en grupo.

Esta disposición a sociabilizar con extraños no nacía en ella de un modo espontáneo; era un comportamiento adquirido con el que revestía el desprecio que profesaba hacia aquellos que no formasen parte de la estirpe social a la cual pertenecía.

Su apellido remitía a las gestas gloriosas de la independencia de la nación, y era exhibido como un estandarte por la familia. ¡Somos la patria!, solían proclamar a voz en cuello durante las reuniones sociales. Así había sido educada desde la infancia en su Salta natal.

 

* * *

 

A la edad de seis años, sus padres la ingresaron a un instituto educativo pupilo lindante con el edificio de un convento cuyas religiosas lo regenteaban e integraban el plantel docente. Era un establecimiento destinado a las niñas herederas de la nobleza provinciana donde recibían la instrucción correspondiente a su rango de clase.

A los quince años conoció a Juan Olivetti.

Fue una tarde durante las vacaciones de invierno, periodo en el que las alumnas abandonaban el internado para compartir la vida hogareña. Paseaba por la calle principal de la ciudad en compañía de Felicitas, una de sus primas mayores que cursaba el último año en el mismo colegio. Iban distendidas, de lo más animadas, sintiéndose libres de las miradas escrutadoras de las monjas, cuando, de repente, una mujer, vestida con el atuendo tradicional de la comunidad coya se desplomó a sus pies. Las muchachas, lanzaron un grito desaforado y retrocedieron espantadas hasta que se consideraron seguras, entonces, se quedaron mirando el cuerpo exánime.

—Debe estar borracha —dijo Felicitas.

—Sí —confirmó María de los Ángeles.

En cuestión de minutos numerosos caminantes se apiñaron alrededor de las primas; miraban a la mujer tendida en la vereda como si presenciaran un espectáculo que amenizaba la monotonía de la tarde provinciana. De repente, un joven se abrió paso entre los mirones. Era alto, flaco, aunque de contextura vigorosa; su cara, de tez cobriza, destacaba por la firmeza de sus rasgos; su cabellera alborotada, espesa, era tan renegrida como sus ojos de mirada intensa. Vestía una campera muy ampia, cuyas mangas le cubrían buena parte de los dedos de las manos; un pantalón oscuro, descolorido, también muy holgado y zapatillas algo gastadas. A primera vista podría ser confundido con un menesteroso, sin embargo, a juzgar por la limpieza y calidad de sus prendas, se diría que se trataba de un rebelde bohemio al que tenía muy sin cuidado la opinión de la gente. Se hincó junto al cuerpo. La mujer intentó incorporarse, pero él la contuvo:

—Espere, no se apresure. Parece que le ha bajado la presión —dijo, y le posó la mano sobre el vientre, mano que ella apartó de inmediato con un gesto brusco—. Está bien, no la toco —dijo él, alzando las manos con las palmas expuestas—. ¿Está embarazada? —le preguntó.

La mujer asintió con la cabeza mirándolo con recelo.

—No tema, no le voy a hacer daño —le dijo el joven con tono afectuoso, y volviéndose hacia el público demandó— Traigan una silla —Nadie se movió—. ¡Pueden traer una silla, por favor! —reclamó nuevamente, esta vez de un modo imperativo.

Un niño apareció con un banquito de madera de tres patas;

—¡Muy bien! Gracias —le dijo el joven removiendo su mano entre los cabellos enmarañados del pequeño, le oidió que acomodara el banco a la sombra, contra la fachada de una de las casas. De inmediato volvió a exhortar a los presentes— Ahora necesito una persona que me ayude a levantarla... Una mujer sería mejor.  

Se hizo un incómodo silencio; el grupo de espectadores pareció encogerse, algunos se alejaron con discreción, otros bajaron las cabezas, pretendiendo pasar desapercibidos. Al no recibir respuesta, el joven paseó la mirada entre los curiosos; detuvo la búsqueda cuando sus ojos se posaron en María de los Ángeles

—Ayudame —le dijo

Ella se quedó paralizada. «¿Yo?». La sola idea de tocar a esa mujer le revolvió el estómago. Juan Olivetti, tal era el nombre del muchacho, la incitó tendiéndole la mano a la vez que esbozaba una amplia y brillante sonrisa. María de los Ángeles agitó la cabeza de lado a lado. «Ni loca voy a tocarla».

Felicitas le susurró al oído:

—Vamos.

María de los Ángeles permaneció inmóvil. Había algo en aquella mirada intensamente negra, en la que brillaba una chispa de picardía, que ejercía sobre ella una fuerza extraña, sumiéndola en una especie de aturdimiento.

—No temas flaca, no te va a contagiar el embarazo —insistió Juan, despertando risas entre los presentes.

María de los Ángeles avanzó dubitativa. El rubor encendió su rostro. Felicitas intentó detenerla pero una mano anónima le retuvo el brazo.

—Agáchate aquí —le dijo Juan, indicándole el lugar al lado del cuerpo— Tenemos que llevarla hasta el banco... Tomala por la cintura. Así..., bien —acto seguido, acomodó el brazo de la mujer por detrás del cuello de María de los Ángeles hasta el hombro contrario—. Sujetala de la muñeca, no la sueltes... Yo te ayudo del otro lado. Vamos a ponerla de pie.

María de los Ángeles, dominada por la aprensión y los nervios, intentó incorporarse arrastrando a la mujer con todas sus fuerzas.

—¡Noo! —Vociferó Juan— ¡Qué hacés! Un poco de compasión, por favor. ¿No ves que está descompensada? —y enseguida añadió en tono conciliador— Te voy a ayudar.

María de los Ángeles enrojeció más, si fuera posible. La vergüenza la desbordaba. Se sentía humillada. «Cómo se atreve a tratarme de ese modo... Seré la comidilla de toda la chusma». Se levantó de un salto con la intención de alejarse corriendo, pero Juan, que estaba a su espalda, la empujó por los hombros forzándola a ponerse nuevamente de cuclillas, acomodándola como lo había hecho anteriormente. La mujer temblaba como una hoja a merced del viento.

La estrecha proximidad y el roce con el cuerpo de Juan conmocionaron a María de los Ángeles. Nunca había experimentado nada igual. Era una sensación desconocida, inquietante, que no entendía. Sintió miedo.

—Ahora no te muevas, esperá a que te diga cuándo levantarte.

De un salto, Juan se situó en el lado opuesto, y, una vez que hubo completado la misma maniobra, le dijo que a la cuenta de tres se pusiera de pie.

—Hacé fuerza con las piernas, mantené el cuerpo erguido. No te inclines hacia delante porque vamos a terminar despatarrados en el suelo —la instruyó asomando la cabeza desde el otro lado de la mujer. Le sonreía.

«Debe suponer que dijo algo gracioso... Es insoportable».

Paso a paso trasladaron a la doliente hasta el banco sobre el cual la depositaron con sumo cuidado. Nadie colaboró.

—¡Muy bien. Lo hiciste de maravillas! —Exclamó Juan, cuando lograron sentarla con la espalda contra la pared—.  Ahora, ¿podrías conseguir un vaso de agua con una cucharada de azúcar disuelta?

María de los Ángeles se alejó corriendo, no por satisfacer presurosa el pedido, sino por tomar distancia de aquel joven que perturbaba sus sentidos. No obstante, al poco tiempo regresó con la demanda.

La mujer bebió con avidez el agua azucarada, y al cabo de unos minutos su rostro recobró el color.

—¿Se siente mejor? —le preguntó Juan.

—Sí —respondió ella, poniéndose de pie.

—Le sugiero que vaya al hospital para controlar que el feto no sufrió daño.

La mujer asintió con un gesto, y se alejó sin más

Terminado el espectáculo, mientras los curiosos se dispersaban, Juan volvió la atención sobre María de los Ángeles

—Estuviste muy bien. Gracias... Me llamo Juan, ¿y vos?...

Ella se limitó a mirarlo con manifiesta hostilidad. Se sentía tan ultrajada, acumulaba tanto resentimiento, que no podía pronunciar palabra alguna. En ese momento Felicitas la tomó de un brazo y la llevó casi a la rastra.

—¡Cómo hiciste eso! —le recriminó.

—¡Y qué podría haber hecho! Me expuso ante toda esa gente. Si me hubiese negado todos estarían hablando de una Leguizamón, que no quiso ayudar a un médico que auxiliaba a una mujer en la calle.

—Te hubieras negado igual... Abrazar a esa mujer. ¡Puaj!. Tenés que cambiarte la ropa; vaya uno a saber qué peste te puede contagiar. Después quemalas o donalas a la iglesia... ¿Por qué te quedaste hablando?

—¡No me quedé hablando! Ni siquiera le dirigí la palabra —Replicó María de los Ángeles con vehemencia—. No sé quien es. No lo conozco.

—Escuché que es el hijo del ferretero... Parece que estudia medicina...

Siguieron caminando en silencio. María de los Ángeles se debatía en un torbellino de sensaciones, que intentaba silenciar con el desprecio: «¡Ese don nadie!... ¡Se atrevió a manosearme como si fuera una cualquiera!... ¡Qué vergüenza, Dios mío!... Gente como ellos no merecen vivir entre nosotros... ¡Son como animales!».

—Jurá que no vas a contarle a nadie —le dijo de pronto a su prima.

—Está bien... Lo juro —respondió Felicitas, y trazó la señal de la cruz sobre sus labios con el dedo índice.

 

Se hizo la noche. Las luces se apagaron, el silencio se apoderó de la casa; sus habitantes se entregaron mansamente al sueño; todos, menos María de los Ángeles. Tendida en la cama, evocaba los brazos de Juan envolviendo su cuerpo; la respiración se hizo agitada, le faltaba el aire, su corazón comenzó a palpitar desbocado. Ardía como afiebrada. De repente sintió algo tibio que se deslizaba por la cara interna de los muslos. Levantó bruscamente la manta que la cubría y llevó la mano a la entrepierna: palpó un líquido viscoso. Volvió a taparse. «¡Qué me está pasando!». Aterrada, sabía que caía en pecado al entregarse a la concupiscencia, lo repetían a diario las monjas en el colegio, pero no podía detenerse. «Esos ojos negros, ese aliento tibio acariciándole el cuello», eran tan reales. Mordió la manta para ahogar un gemido. Por largos minutos permaneció inmóvil, como aletargada, corrían lágrimas por sus mejillas. «¡Un embrujo!... ¡Sí, fue un embrujo!... Mañana voy a la iglesia». Lentamente se fue sumiendo en un plácido adormecimiento, y en el preciso instante de quedarse dormida, una fugaz sonrisa asomó en sus labios sin siquiera haber tomado consciencia de ello.

 

El día siguiente, terminado el almuerzo, los habitantes de la casa, incluida la servidumbre, se recluyeron en sus respectivos cuartos para entregarse al rito cotidiano de la siesta. María de los Ángeles hizo lo propio. Cuando su madre abrió la puerta de la habitación, la vio en la cama, inmóvil, de cara a la pared, cubierta con una manta. Cerró la puerta con mucho cuidado, para no interrumpir el descanso de su hija, y continuó su acostumbrada recorrida por todas las dependencias verificando que guardaran el orden por ella establecido. María de los Ángeles conservó pacientemente la misma postura. Al cabo de largos minutos, cuando consideró que todos habían conciliado el sueño, abandonó el lecho. Salió de la habitación en puntas de pie, los zapatos en las manos, mirando hacia todos lados con recelo. Fue hacia el área de la casa donde se alojaba la servidumbre. Había allí una puerta que comunicaba con el exterior. La llave colgaba de un clavo insertado en el marco de la misma, lugar al que la retornó después de haber abierto la puerta. Ya en la calle, se calzó los zapatos y rápidamente se alejó de la residencia. Sabía que se exponía a un severo castigo. ¿Qué la incitaba, entonces, a encarar tamaña osadía? Obedecía a un impulso que había nacido esa misma mañana en la iglesia, mientras confesaba sus pecados. Bueno..., no todo lo que a su entender había pecado, porque omitió mencionar lo acontecido la tarde anterior y más aún el episodio nocturno. Desconfiaba del cura párroco. Entre las adolescentes se rumoreaba que muchos de sus secretos, revelados en confesión, habían llegado a oídos de sus padres. De todos modos, se sentía protegida por la potestad divina.

Se dirigió al centro de la ciudad. Las calles estaban desiertas, apenas si se cruzaba con uno que otro caminante; la mayoría de los comercios estaban cerrados. A poco de andar se topó con una heladería abierta. Entró. Pidió un cucurucho de chocolate y frutilla. Hurgaba en la cartera en busca de dinero cuando oyó a sus espaldas:

—No le cobre, yo invito

El corazón le dio un vuelco. No tenía dudas de quién se trataba, pero conservó la vista en el frente como si no lo hubiese escuchado, y le extendió un billete al muchacho que le había servido el helado .

—No disimules, me escuchaste ¿Porqué no aceptás que te invite? —insistió Juan.

—No hablo con desconocidos —dijo ella sin mirarlo, mientras esperaba el vuelto.

—Entonces podemos hablar. ¿No te acordás de mí? Ayer ayudamos a una mujer descompuesta...

María de los Ángeles permaneció inmutable, con los ojos fijos en algún punto indefinido detrás del mostrador. Temía volver a caer presa de aquella negra mirada.

—¿Ah, sí? —murmuró con fingida indiferencia.

—Fuiste muy valiente —continuó diciendo Juan—. Todos se hicieron los tontos, incluso algunos se alejaron disimuladamente, pero vos demostraste solidaridad... Les diste una lección.

«Se está burlando... Seguro se dio cuenta de la repugnancia que me provocaba esa mujer, y ahora se hace el gracioso... ¿No le alcanzó con avergonzarme delante de todos?». Giró para enfrentarlo con la intención de arrojarle el helado a la cara, pero al toparse con una mirada amable, conciliadora, sin rastro alguno de malicia, juzgó que sus palabras eran sinceras. «Muy valiente», quedó resonando en sus oídos. Recibió el vuelto y abandonó el local sin decir una palabra. Juan fue tras ella. Caminaron juntos un largo trecho en silencio. «Mejor vuelvo a casa», pensó. De repente, él le preguntó:

—¿Es rico el helado?

—¿Para qué preguntás si a vos no te gustan? —respondió ella con aspereza.

—No es cierto, me encantan.

—¿Y por qué no pediste uno?

—Me olvidé... Me distrajiste —dijo él con naturalidad.

María de los Ángeles reprimió una sonrisa. «Es distinto... no se parece a los demás».

—¿Sos médico? —le preguntó ella conservando su actitud distante.

 —No, me falta un año para recibirme. Estudio en la Universidad de Córdoba. Aproveché las vacaciones para visitar a mis padres.

—¿Y donde vivís?

Juan respondió que se alojaba en una pensión, compartiendo el cuarto con algunos de sus compañeros de estudio.

«Él le dice pensión pero debe un internado para estudiantes con pocos recursos»

—¿Podés salir cuando quieras? —volvió a preguntar.

Sorprendido por la pregunta, Juan respondió enfático:

—¡Por supuesto! Nadie nos vigila —y añadió como para sí—. Excepto la policía.

María de los Ángeles detuvo bruscamente su andar, como si hubiese chocado contra una pared invisible. Lo miró con ojos desorbitados. «¿Lo busca la policía?». Esperaba una aclaración que lo excusase: algo así como “No es cierto, lo dije en broma”, pero él, sólo se encogió de hombros esbozando una amplia y cándida sonrisa. «Es un prófugo de la justicia», dedujo María de los Ángeles. ¡Era la aventura más emocionante de su vida! Cambió de tema para apaciguar su inquietud.

—Decime, ¿en la facultad les enseñan a tratar con todo tipo de personas?

—No entiendo la pregunta. No necesitan enseñarnos eso. Blancos, negros, amarillos, mulatos, pardos, morenos... ¡qué importa! Todos formamos parte del género humano. Todos razonamos, experimentamos similares emociones, sufrimos, nos alegramos, amamos, odiamos, tememos,,,

—¿Y el alma? —interrumpió María de los Ángeles.

—¿El alma? —Preguntó Juan desconcertado.

—Sí, el alma. ¿Todos tienen alma?

 

Juan reprimió una sonrisa. El tono apremiante empleado por María de los Ángeles le hizo comprender el rígido patrón de valores que dominaban los pensamientos de la muchacha, razón por la cual fue cauteloso en su respuesta para evitar una confrontación: no deseaba ahuyentarla.

—Si debo serte sincero, nunca me detuve a pensar en el alma, ni siquiera estoy seguro de que exista. Pero si acaso existiera, no se me ocurre ninguna razón por la cual algunos seres humanos quedarían excluidos de poseerla.

Era la primera vez que María de los Ángeles alternaba con alguien que ponía en duda creencias que modelaron su visión del mundo. Confundida y a la vez espantada, puesto que a su entender esas ideas rozaban la herejía, no advirtió a dos hombres que caminaban en sentido contrario por la misma vereda hasta que estuvieron a pocos pasos de distancia. Palideció de repente y bajó la cabeza. «Me vieron». Pero los hombres pasaron junto a ella sin prestarle ninguna atención. Respiró aliviada al comprobar que no los conocía, sin embargo, desde ese momento, se retrajo en un receloso silencio en tanto sus ojos saltaban inquietos de un lado a otro.

—Debo regresar —dijo de pronto.

—¿Te molestó lo que hablamos?

 Ella negó moviendo la cabeza de lado a lado.

—¿Segura?... Estás inquieta... ¿Te asustaron esos hombres?

—¡No!, no... Es que... —se interrumpió por un instante—. ...le dije a mis padres que iba a la casa de una amiga y en el camino tuve ganas de tomar un helado. Si un conocido de la familia me ve con un extraño, seguro va a ir con el chisme... —dijo, persuadida de que medias verdades son más creíbles que una mentira completa—. Me tengo que ir —Insistió con tono apremiante.

—Está bien —dijo Juan, dando muestras de resignación.

—Bueno, adiós —dijo ella, al cabo de algunos segundos de incómodo silencio.

Entonces Juan reaccionó animado por una idea.

—Esperá. Podríamos ir a la estación de trenes...

—¡Ni loca!

—¿La conocés?

—No.

—Atrás de la estación hay un terreno que sirve como playa de maniobras para la carga y descarga de los vagones. Como a esta hora no hay servicio de trenes, seguro debe estar desierto. ¿Querés ir?

María de los Ángeles aceptó con cierto recelo.

En efecto, el lugar parecía abandonado. Era un extenso terreno de tierra apisonada con apenas tres árboles en el perímetro. Un centenar de metros más allá, aparecía un ramal de vías y una línea de galpones, atrás, sobresalía el edificio de la estación.

—¿La gente tiene que atravesar todo esto para tomar el tren? —preguntó María de los Ángeles.

No —respondió Juan, riendo—. El frente está al otro lado, y se llega por calles asfaltadas... Vení, sentémonos debajo de aquél árbol —dijo tomándola de la mano y forzándola a seguirlo. Llegaron corriendo hasta el lugar, levantando nubes de polvo y pedregullo. María de los Ángeles pensó que arruinaría sus zapatos. Después de que Juan despejara la base del árbol, arrastrando piedras y ramas con el pié, se sentaron sobre la tierra con las espadas apoyadas en el grueso tronco. María de los Ángeles volvió a pensar que al llegar a la casa, lo primero que haría sería mudar la pollera por una limpia y arrojar la que llevaba puesta al canasto de la ropa para lavar, antes de que la viera su madre. La lavandera ignoraría la suciedad en la prenda. Y así, guarecidos de la fría brisa que bajaba desde la Puna, sintiéndose a salvo de miradas indiscretas, María de los Ángeles escuchaba fascinada las historias que Juan le contaba sobre sus andanzas en la capital cordobesa.

De repente, como apremiada por una alarma interior, se puso de pie.

—¡Dios!, ¿qué hora es? —Había perdido la noción del tiempo y temía que todos ya se hubiesen levantado de la siesta. Ninguna excusa sería admisible para justificar su ausencia—. Ahora sí, tengo que irme —dijo con desesperación.

Llegó sumamente agitada a la casa. Con extrema cautela entreabrió la puerta de servicio. Respiró aliviada cuando comprobó que aún reinaba el silencio

 

Volvieron a encontrarse el día siguiente, y los días que sucedieron hasta que terminaron las vacaciones. Juan debía regresar a la universidad en Córdoba y María de los Ángeles al internado. Él prometió escribirle todas las semanas, pero ella le pidió que no lo hiciera:

—La única correspondencia que nos entregan es la de nuestros padres —dijo.

Se besaron en una esquina solitaria, semiocultos por el ramaje de un frondoso árbol. Fue un beso de despedida hasta las próximas vacaciones, y el primer beso de amor para María de los Ángeles.

 

La vida en el internado no volvió a ser la misma. Habían transcurrido casi diez años desde que ingresó al primer grado. Lo sentía como su hogar, más aún que su casa natal. Conocía a todas las religiosas y por todas era conocida, y, aunque tenía su grupo de amigas íntimas, gozaba de gran popularidad entre la población de alumnas. Pero ahora sentía que ese edificio monolítico, de gruesos muros y ventanas estrechas, se había transformado en una prisión. Juan era libre, podía ir donde quisiera a su antojo, pero ella... ¿Escabullirse a la hora de la siesta? ¡Ni soñarlo! La vigilancia que ejercían las celadoras era infranqueable.

El establecimiento contaba con dos dormitorios para el descanso de las alumnas internas: uno destinado a las niñas del nivel primario, el otro, a las adolescentes del secundario. Eran extensas salas rectangulares en las cuales se alineaban enfrentadas dos filas de camas; a cuyas cabeceras, contra la pared, había un pequeño armario para la ropa y demás enseres personales de las muchachas. Entre las filas había un corredor a lo largo del cual la celadora del sector se paseaba, a intervalos regulares, controlando que las muchachas durmieran bien arropadas; cumplida la inspección, volvía a ocupar la silla junto a la puerta de acceso. A la hora en que debía despertar a las jóvenes, realizaba el mismo recorrido haciendo sonar una campanilla; luego, se apostaba nuevamente en el extremo del pasillo esperando que se vistieran, fueran al cuarto de baño, hicieran sus necesidades, se lavaran la cara, se peinaran, tendieran la cama, se formaran en fila de a dos y, después de haber pasado lista, las guiaba hasta el comedor para desayunar o tomar la merienda, según fuese el caso.

Entre las internas circulaba una historia. Hacía ya tiempo, un sábado en la noche, dos alumnas que cursaban el último año de estudios aprovechando que la celadora nocturna, una monja de edad avanzada, se había quedado dormida, se escabulleron al cuarto de baño; desde allí, escurriéndose a través de una ventana a media altura, que siempre estaba entreabierta para mantener ventilado el ambiente, se descolgaron hasta una especie de terracita sin techar, cuya única función era proporcionar aire y luz a las dependencias interiores. Por medio de una endeble escalera de hierro accedieron a la planta baja. Un largo pasillo las condujo hasta el patio central en cuyos laterales se distribuían las aulas de los primeros grados. Al frente, una amplia arcada daba paso al hall principal donde, además del portón de acceso a la calle, estaban las oficinas administrativas dotadas de ventanas a la calle con celosías, que podían abrirse desde el interior.

La intención de las jóvenes era llegar hasta la Capital Federal para llevar una vida en común lejos del instituto, de sus familias y de la provincia. Y habrían logrado su objetivo de no ser porque les salió al paso la celadora a cargo de la ronda nocturna. Fueron vanas las lágrimas vertidas, las promesas de llevar a cabo penitencias e, incluso, las ofertas de soborno. Cuenta esa historia, que ambas muchachas, ya dos mujeres maduras, continúan internadas en un convento de clausura.

¿Cierta o creada con la intención de infundir miedo?, no era importante; su amplia difusión perseguía un solo propósito..., y vaya si lo conseguía: nunca más ninguna alumna intentó fugarse.

«¡Maldito colegio!». Por primera vez en su vida María de los Ángeles comprendió el significado del encierro.

Sin embargo, el riguroso régimen de reclusión, que sólo podía ser salvado por pedido expreso de los padres o de un familiar a cargo, contemplaba una dispensa. A fin de motivar el desempeño de las estudiantes, las dos alumnas de cada curso, que a lo largo de un mes promediaran el mejor puntaje en exámenes y comportamiento, eran autorizadas a pasar el siguiente fin de semana junto a sus familias.

María de los Ángeles sabía que jamás podría alcanzar ese privilegio. Su conducta solía ser motivo de constantes reprimendas y castigos, y con su actitud despreocupada ostentaba una manifiesta falta de interés por cualquier asunto que le demandara un mínimo de esfuerzo..., y el estudio encabezaba la lista. No tenía ningún apego por el conocimiento; carecía de las nociones elementales en matemáticas, geografía, lengua o instrucción cívica, impartidos en los años previos. Aún así, año tras año era promovida al curso inmediato superior gracias al apellido familiar, y a que dichas materias eran consideradas de relativo valor para cumplir con las obligaciones sociales que aguardaban a las señoritas.

Pero el amor y la pasión son fuerzas arrolladoras que no entienden de límites ni de obstáculos.

Durante días imaginó mil y una estrategias, a cada cual más alocada, para evadir el confinamiento, pero siempre arribaba a la misma conclusión: ¡imposible! Cada nueva idea descartada era una ilusión que se desvanecía, aniquilando toda esperanza.

 

Era una noche de invierno. La monja celadora había apagado las luces y demandado silencio. María de los Ángeles estaba tendida en la cama, las manos entrelazadas sobre el pecho y los ojos abiertos, rumiando la hiel de la derrota. De pronto, se incorporó como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

—¿Qué le ocurre señorita Leguizamón —vociferó la celadora.

—Sentí un cosquilleo en la pierna. Me asusté, pensé que era un bicho.

—Aquí no hay bichos. ¡Vuelva a acostarse!

María de los Ángeles dejó caer la cabeza sobre la almohada. Su rostro irradiaba una expresión de feroz regocijo. Inesperadamente, como un relámpago que disipa las tinieblas, había encontrado la llave que le abriría las puertas de la prisión. No era nada especial, la tuvo siempre ante sus ojos, pero nunca imaginó que podría recurrir a ella.

La docilidad ejercía sobre las religiosas una seducción irresistible; aún las más inflexibles se mostraban complacientes con las alumnas sumisas, pasando por alto muchas de sus faltas. María de los Ángeles y sus amigas despreciaban a esas compañeras, y las sometían a incesantes burlas y escarnios. Las consideraban débiles, cobardes y delatoras, pero a la vez envidiaban los beneficios que obtenían.

Así pues, se revistió con la máscara de la mansedumbre, adoptando un comportamiento dócil, disciplinado, humilde. Era la primera en levantare a las mañanas y después de la siesta; su cama lucía siempre perfecta con las sábanas bien tensas, como si nadie la hubiese ocupado; comulgaba a diario; ofrecía su ayuda a las monjas más ancianas; era la primera en brindarse cuando una docente o una celadora demandaba la colaboración de alguna alumna. Y si bien no lograba recuperar los conocimientos perdidos, sobresalía en religión, artes culinarias y protocolo, materias estas a las cuales se les otorgaba una particular consideración en la formación de las futuras esposas de militares, diplomáticos o miembros de familias hidalgas. Lo más doloroso fue soportar mansamente las burlas y el vacío al que la sometieron sus antiguas compañeras de correrías. Pero su alegría fue sublime cuando la regente anunció su nombre entre las alumnas designadas para salir el siguiente fin de semana. No cabía en sí de gozo, aunque no habría podido precisar si por haber consumado su propósito o más aún, porque, con su astucia, pudo doblegar la severidad del instituto. La felicidad la desbordaba, no obstante supo conservar la compostura, manteniéndose imperturbable.

Fue un instante de regodeo interior que pronto se disipó. ¿Cómo comunicarle la buena nueva a Juan? «No podré enviarle una carta hasta que salga, pero cuando la reciba yo ya voy a estar de vuelta aquí dentro... ¡Todo lo que hice no sirvió para nada!»

El día siguiente, por la mañana muy temprano, antes de ingresar a clase, acompañó a sor Lucrecia hasta la puerta de calle para recoger la mercadería que a diario enviaba el verdulero. Era una religiosa entrada en años a cargo de la cocina, y ayudarla a transportar los bultos con frutas y verduras era una de las tareas que María de los Ángeles se había impuesto como parte de su estrategia de seducción. Si no podía reunirse con Juan, al menos gozaría de dos días fuera de aquellos muros.

De vuelta en la cocina, mientras acomodaba las bolsas sobre la mesada, vio a la anciana arrimar sus manos al calor de una hornalla para desentumecerlas. Se acercó a ella y le dijo con voz doliente:

—Madre, hace mucho frío. No es necesario que salga a recibir la mercadería, yo puedo hacerlo sola.

La religiosa, conmovida, envolvió con ambas manos las de María de los Ángeles:

—Que buena eres mi niña, Dios te va a premiar.

María de los Ángeles bajó la cabeza en un gesto de manso recogimiento. Ahora, estando a solas con el dependiente que traía el pedido, podría servirse de él para enviarle una carta a Juan. Pero..., necesitaba un sobre. No le fue difícil conseguirlo. Esa misma tarde, durante el recreo, mientras las alumnas jugaban en el patio bajo la atenta vigilancia de las celadoras, fue al ala del edificio donde se hallaban las oficinas administrativas; allí le pidió un sobre a una novicia que desempeñaba tareas en el sector.

—Quiero enviarle una nota a mamá para que me compre ropa interior nueva —le dijo.

De haberse tratado de cualquier otra alumna, la joven novicia la habría derivado a la celadora encargada de recibir las peticiones de las niñas, pero el piadoso y caritativo comportamiento de María de los Ángeles había conmovido hasta las más altas autoridades del convento. Cómo oponerse, entonces, a un requerimiento tan intrascendente. La joven religiosa, sin dudar ni un instante, extrajo un sobre de uno de los cajones del escritorio al que estaba sentada.

—No le cuentes a nadie —dijo.

—¿Contar? ¿Qué cosa? —Contestó María de los Ángeles, con mirada cómplice.

Se alejó corriendo hacia el patio para unirse a sus compañeras. Una de las celadoras sonrió con beneplácito al verla llegar a la carrera, convencida de que había estado realizando una obra de bien.

Más tarde, finalizada la jornada de clases, cuando las alumnas disfrutaban de tiempo libre hasta la hora de la cena, María de los Ángeles se dirigió a la biblioteca. Allí, en un rincón solitario, extrajo el sobre de uno de los bolsillos del delantal. Tenía membrete de la escuela. «¡Excelente!». Entonces se aplicó a escribir la nota para Juan.

Mi amor... «No..., va a creer que estoy rendida a sus pies»... Querido Juan... «Tampoco. Es vulgar, así empiezan todas las cartas»... Juan... «Mmmm... No...».

Hola. Me dieron permiso para salir del colegio este fin de semana. El sábado a la tarde te espero en el lugar de siempre.  Un beso. MdelosA.

Introdujo el papel en el sobre y pasó la lengua por el engomado de la solapa antes de cerrarlo. Ahora, ¿a dónde dirigirla?; no conocía la dirección del alojamiento de Juan. Entonces escribió:

Universidad de Córdoba

Facultad de Medicina

Sr. Juan Oliveti

Córdoba Capital

Córdoba

Esa noche se durmió acunada por la ensoñación del encuentro.

Muy temprano a la mañana, recibió al dependiente de la verdulería. Le dijo que sor Lucrecia se había enfermado, por lo tanto, en lo sucesivo, ella ocuparía su lugar. Sin más, depositó en el suelo, le dio algunas monedas a modo de propina, como solía hacer la anciana monja, junto con el sobre, diciendo:

—Tenemos que hacer llegar urgente esta carta al rector de la facultad de medicina en Córdoba. Ahora nadie puede ir hasta el correo porque todas las hermanas están ocupadas preparando las clases. Por eso, la madre superiora le pide encarecidamente si pudiera enviarla. Aquí tiene el dinero para las estampillas. Le estoy entregando más de lo necesario, puede quedarse con la diferencia —El joven tenía más o menos la misma edad que María de los Ángeles, pero ella lo trataba de usted con la intención de infundir autoridad. Contaba con el respeto y la fidelidad que la congregación inspiraba sobre la población, para que cumpliera el encargo sin demora. Aún así, estimó oportuno reafirmar dicha potestad— Escuche bien lo que voy a decirle —agregó con tono dominante—. ¡Primero! No le cuente a su patrón, porque se va a quedar con el dinero sobrante de las estampillas que es para usted. ¡Segundo! No se le ocurra tirar la carta y guardarse la plata. Nos vamos a enterar y el castigo será terrible —El muchacho esbozó una sonrisa nerviosa—. ¡No se ría! —gruñó María de los Ángeles—. ¿Cree que la madre superiora es piadosa? ¡Ja! No lo va a denunciar a la policía, no señor, eso sería generoso de su parte. ¡Va a invocar a las huestes del innombrable y usted arderá por siempre en los fuegos del averno! —Dijo esto agitando su dedo índice ante la nariz del repartidor que asentía reiteradamente sacudiendo la cabeza con ojos espantados.

Y por fin llegó el viernes. Finalizado el horario de clases, Etelvina retiró a María de los Ángeles del instituto. Esa noche, sus padres la agasajaron con una cena en el restaurante del hotel más distinguido de la provincia. Aquello fue casi como una reunión familiar. Mientras transitaban el lujoso salón, de camino a la mesa asignada, se detenían cada tanto para saludar e intercambiar unas palabras con un pariente o con una pareja de amigos; o bien, otorgaban un corto y protocolar saludo a las personas conocidas, pero ajenas al círculo íntimo. Por supuesto, familiares y amigos estaban al tanto del mérito obtenido por María de los Ángeles, y sus padres la exhibían con orgullo. Consciente de ello, la joven respondía con una tímida sonrisa a las felicitaciones, a la vez que se preguntaba si el premio era la excusa para exhibirse ante los demás.

La cena transcurrió como de costumbre: un tercio de relajada concordia, un tercio de discusiones, un tercio de silencio. Hacia los postres, los primos presentes se juntaron en torno a una mesa que había quedado desocupada. Entre bromas y chismes, Victoria, la prima mayor del grupo y ex alumna del instituto, le preguntó a María de los Ángeles:

—Cómo lograste que te dejaran salir? ¿Sobornaste a la superiora?

—¿Nooo! ¿Estás loca? —replicó de inmediato la interpelada—. ¿Querés que me recluyan en un convento?

—Vamos, te conozco desde que estabas en la cuna. —Insistió Victoria, ante la mirada mordaz de los otros primos—. No me vas a decir que de la noche a la mañana te nació la pasión por el estudio... Sé franca con tus primos queridos, ¿cómo lo lograste?

  María de los Ángeles dudó por unos breves instantes.

—¿Si les cuento guardarán el secreto? —dijo en voz baja.

—¡Por supuesto!... ¡Somos familia! —dijo Victoria, paseando una mirada cómplice sobre los presentes.

—Seguro... Seremos una tumba... —Asintieron varios de ellos.

—No me van a creer... —Comenzó diciendo María de los Ángeles, y en este punto hizo una pausa, a fin de de crear expectativa y atraer la atención de su audiencia—. Estaba una mañana en la clase de matemáticas, de repente comencé a entender todo lo que explicaba la maestra... No sé como explicarlo, fue como una iluminación —hablaba con la mirada perdida en las alturas del salón—. Cuando en casa me puse a estudiar, todo me resultaba fácil... Igual con las otras materias... ¿No les parece maravilloso? —Dicho esto, bajó la vista y se los quedó mirando con sublime candor.

Los primos se miraron entre sí, divertidos, algunos contuvieron la risa en sus carrillos inflados, pero a Victoria no le causó ninguna gracia.

—¿Te estás burlando de nosotros? —la interpeló con gesto agrio.

—¡Noo! ¿Por qué pensás eso? ¿No crees que pueda haber recibido la gracia del conocimiento?

Ni la actriz más consumada, ni Boticelli o Da Vinci, habrían podido reflejar la luminosa inocencia que en ese momento irradiaba el rostro de María de los Ángeles.

Y así quedó zanjada la curiosidad de la parentela.

 

La mañana del sábado fue interminable. Merodeó por toda la casa sin propósito alguno. Durante el almuerzo, agradeció a sus padres la hermosa velada que le habían regalado. Ya en su cuarto, tendida en la cama de cara a la pared, esperó la habitual inspección de su madre. Después de oír que volvía a cerrar la puerta, fueron infinitos los minutos durante los cuales permaneció inmóvil, reprimiendo el impulso de levantarse antes de que transcurriera un tiempo prudencial. La carcomía la ansiedad. Albergaba un anhelo y no veía la hora de llevarlo a cabo.

Llegó a la estación más temprano que de costumbre. Era una tarde clara, el sol de invierno irradiaba un pálido resplandor, corría una brisa gélida, penetrante, que le aguijoneaba el rostro. Impaciente, caminaba en círculos con el cuerpo encogido y los brazos cruzados sobre el pecho, pateando el suelo para calentar sus pies entumecidos:  «¿Recibió la carta?... ¿Consiguió pasajes para viajar?...». Con el correr de los minutos, la ilusión que la había animado durante los últimos días comenzó a declinar, y se entregó al abatimiento: «Me olvidó...  Hay tantas chicas en la universidad...»

En eso, percibió a la distancia una silueta difusa que avanzaba hacia ella. Frunció el entrecejo entornando los ojos.

—¡Juan!

Se secó las lágrimas con la manga del abrigo y corrió a su encuentro. Él hizo lo propio. Se besaron largamente, entre risas y palabras ardientes. ¡Qué bien se sentía entre sus brazos! De repente, María de los Ángeles se separó.

—Vení —le dijo, tomándole la mano.

—¿A dónde vamos? —preguntó él.

—No preguntes —dijo ella con tono terminante.

Mientras caminaban, Juan advirtió un ligero estremecimiento en la mano que lo aferraba con fuerza.

—¿Tenés frío?

María de los Ángeles negó agitando la cabeza.

Las casas quedaron atrás; las calles y las veredas se fundieron en una planicie que se extendía más allá del alcance la vista. Caminaban de prisa, siguiendo un sendero trazado por la huella de los carros. Sus pisadas levantaban nubes de tierra que de inmediato se dispersaban en fugaces remolinos. María de los Ángeles no pensó en sus zapatos. Aquí y allá, diseminadas como si hubiesen sido sembradas al azar, veían construcciones vetustas a poco de desmoronarse. Se detuvieron ante una reja de gruesos barrotes de hierro oxidados que cercaba un extenso terreno yermo. Treinta o cuarenta metros más allá, se alzaba una casona de aspecto sombrío. Era una estructura de una sola planta, sóloda como un bloque de granito, en cuyas recias paredes de piedra había nichos de arco para las puertas y ventanas, también enrejadas. Leyendas populares sostenían que la habitaban fantasmas del pasado. María de los Ángeles empujó con determinación el portón en la reja y éste cedió con un quejido lastimero.

—¿Me vas a decir dónde estamos? —demandó Juan.

—Sí. Aquí vivió... no sé si mi tátara o bis abuelo. Era un coronel que combatió contra los españoles. La familia lo considera el origen de nuestra sangre, por eso conservan esta casa como si fuese un mausoleo. Mi abuela me trajo una vez para la que la conociera, pero la miramos desde afuera, ella no quiso entrar y nadie viene a visitarla.

—Quiero suponer que no tendrán el cuerpo aquí —dijo Juan.

—¡Nooo, tonto! —dijo ella lanzando una carcajada—. Está en un cementerio de Buenos Aires, Recoleta o algo así.

Los restos de un sendero de piedras los condujo hasta la entrada principal de la casa: un robusto portón en doble hoja de añosa madera que estaba cerrado. Lo empujaron, la emprendieron a los golpes, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Frustrada, María de los Ángeles se dio a patearla. Juan reía.

—Tranquila. Un caserón como éste debe tener una puerta de servicio —le dijo.

En los muros laterales había una larga sucesión de ventanas con las celosías cerradas, en nichos también enrejados.

—Es como una fortaleza —comentó Juan.

Al llegar a la parte trasera de la casa descubrieron una puerta metálica, estrecha, de baja altura; no tenía cerradura, en su lugar, una cadena con candado la mantenía unida al marco de la pared, aunque, por no haber sido ajustada lo suficiente, con sólo empujarla despejaba un estrecho espacio. María de los Ángeles, acomodando su cuerpo de perfil, agachada por debajo de la cadena, logró, con no poco esfuerzo, escurrirse a través de la abertura. Juan fue tras ella, maldiciendo por el desgarrón que sufrió su camisa al quedar enganchada en la chapa. Aparecieron ante un patio cuadrado de aspecto lamentable; estaba cubierto por un manto tupido de matorrales corruptos que surgían desde el subsuelo, abriéndose paso entre los restos de las baldosas decoradas que alguna vez lo engalanaron. En el centro había un aljibe, revestido con azulejos pintados con una alzada en filigranas de hierro forjado que, llamativamente, habían resistido con dignidad la crueldad depredadora del tiempo. El inhóspito espacio se extendía al frente, hasta lo que había sido una galería techada. Allí, se alternaban puertas y ventanas con postigos entablillados.

 

Se quedaron mirando con aprensión aquella abigarrada maraña de ramas y raíces, temerosos de las alimañas que pudiera cobijar. Era como la última defensa que levantaba la casona para impedir el ingreso de intrusos.

Al cabo de un momento, María de los Ángeles empujo a Juan por la espalda.

—Andá adelante, yo te sigo —dijo riendo.

—¿Por qué yo? Vos sos la dueña —replicó él simulando temor.

—Porque sos valiente. Atendiste a una coya en la calle —respondió ella con una chispa de malicia.

—Nunca me lo va a perdonar —dijo Juan. Y parodiando una resignada obediencia, emprendió la travesía.

A poco de andar, un pie de María de los Ángeles quedó aprisionado entre las malezas. Reclamó la ayuda de Juan con suplicantes lamentos.

—Las ramas me muerden la pierna.

Juan retrocedió y liberó la extremidad sujetándola por la pantorrilla. Esto la estremeció como aquella tarde en el centro de la ciudad. Pero en esta ocasión no fue de vergüenza que se encendió su rostro.

Una vez a salvo en la galería, se miraron y rompieron a reír, orgullosos por haber conquistado la ciudadela.

Juan abrió una de las puertas sin dificultad alguna; se hizo a un lado, miró con una sonrisa suficiente a María de los Ángeles y, cediéndole el paso, dibujó en el aire un amplio arco con su brazo, como si fuese el pase natural de un torero. Ella, le retribuyó con una reverencia, tal como le habían enseñado en las clases de protocolo: desplegó los bordes de la pollera hacia los lados con los brazos extendidos al tiempo que deslizaba el pie izquierdo por delante del derecho y flexionaba las rodillas.

Los recibió un penetrante olor a encierro. El resplandor del sol que ingresaba a través de las tablillas de los postigos, creaba una lluvia de haces luminosos: espadas centellantes hendiendo la densa niebla formada por el polvillo blanco en suspensión. El lugar, envuelto en una claridad fantasmal, ofrecía un aspecto deprimente: techos resquebrajados, a punto de caer; paredes desnudas, descascaradas, con los ladrillos y la argamasa al descubierto; pisos de madera corrompida, que crujían a cada paso. Sucesivas oleadas de la descendencia habían arrasado con muebles, vajilla, adornos, cuadros, alfombras y todo objeto que, a la vez de engalanar sus viviendas, representaban una credencial del linaje al cual pertenecían.

María de los Ángeles contemplaba ese panorama decrépito con una profunda tristeza. Había abrigado la ilusión de que la casa conservaría el encanto de los relatos de la abuela. Juan, en tanto, aprovechando el ensimismamiento de María de los Ángeles se escabulló al patio y retornó sigilosamente por otra puerta, a espaldas de ella; le rodeó la cintura con sus brazos, levantándola en vilo, mientras exclamaba con voz lúgubre:

—¡Sinvergüenzas, cómo se atreven a interrumpir mi descanso!

María de los Ángeles gritó, estremecida por el susto, mientras pataleaba en el aire protestando para que la soltara. Cuando Juan la depositó en el suelo, se volvió lanzándole manotazos, como si estuviera espantando un insecto.

—¡Tarado, me asustaste!

Pero enseguida se lanzó a correr hacia los otros cuartos por las puertas que los comunicaban; reía y emitía agudos chillidos de júbilo, y Juan la perseguía de cerca, produciendo extraños y tenebrosos sonidos. De repente, cesaron las risas. Ambos se quedaron mudos, inmóviles, ante una de las habitaciones. Había allí una robusta cama con respaldo en bruñida madera de nogal artísticamente labrada, sobre ella, un colchón desvencijado con el relleno asomando por las costuras de la funda. 

Sucedió de manera espontánea: los cuerpos ardientes se fundieron en uno. El dolor en María de los Ángeles pronto devino en sensaciones tan dulces, tan completas, tan abarcadoras, como nunca hubiese imaginado experimentar; el miedo se desvaneció y todo su ser se elevó a un estado de éxtasis: Juan, el recio camastro, el colchón decrépito, la casona, la familia..., el universo entero, se fundieron en la exaltación de sus sentidos.

Fue María de los Ángeles quien rompió el silencio.

—¡Dios, se hizo tardísimo!, tenemos que volver —dijo susurrando, con voz ahogada.

La despedida fue dolorosa.

—No estés triste —dijo Juan estrechándola contra su cuerpo— Un mes pasa volando.

—Sí pero..., no es seguro que pueda volver a salir, estoy atada a la voluntad de las monjas. Además, tampoco sé si pueda enviarte otra carta —dijo ella con la cabeza apoyada en el pecho de su amante, el rostro bañado en lágrimas.

Él le alzó el rostro, tomándole delicadamente el mentón.

—No te preocupes, si no es el próximo mes será el siguiente..., o el otro; yo voy a estar aquí esperándote —dijo mirándola fijo a los ojos.

 María de los Ángeles se alejó con el ánimo colmado de confianza y determinación, pero, sobre todo, henchida por la intensa satisfacción de saberse dueña de los sentimientos de Juan. Era como poseerlo; era de su exclusiva propiedad.

 

Con el correr de los días la sumisión de María de los Ángeles se hizo más pertinaz. En cierta ocasión, cuando estuvo a solas con la profesora de religión, le preguntó como había hecho para tomar los hábitos, sabiendo que su inquietud llegaría a oídos de la Madre Superiora. Y así fue como, mes a mes, su nombre figuró en la nómina de las alumnas que recibían la dispensa para salir el fin de semana.

Una tarde María de los Ángeles le dijo a Juan:

—Estuve pensando que a la noche tendríamos más tiempo para estar juntos...

— ¡¿A la noche?! ¿Estás segura? Si te descubren no quiero imaginar lo que puedan hacer...

—No sería peor que si lo hacen ahora. Al contrario, creo que es más seguro. La servidumbre no se levantan nunca antes de las seis o seis y media, y mis padres más tarde: mamá toma pastillas para dormir y papá whisky —Juan ahogó un carcajada—. Etelevina me despierta recién a eso de las ocho para desayunar; después vamos a misa...

—¿Etelvina? —inquirió Juan.

—La mujer que me cuida desde que era chiquita —dijo María de los Ángeles con naturalidad—. Pero los sábados a la noche mis padres salen u organizan reuniones en la casa; no sé a que hora se acuestan... Tendría que ser los viernes y los domingos. ¿Te gusta la idea?

—¡Cómo no me va a gustar! Yo le puedo pedir el coche a mi viejo y te espero en una esquina cerca de tu casa. Me va a preguntar por qué ahora viajo todos los meses, pero ya voy a encontrar una excusa.

Se abrazaron y besaron felices.

Un mes después, cuando estrenaron su primera noche juntos, Juan llevó una estufa, una lámpara a kerosene y una escoba, que había escamoteado del depósito de la ferretería. María de los Ángeles llegó con un juego de sábanas, una manta tejida en pelo de llama, que se agenció del cuartito donde se almacena la ropa de cama, y una botella de champagne que sustrajo de la cava de su padre.

Desde entonces, las noches de los primeros viernes y domingos de cada mes los recios muros de la vieja casona cobijaron dos cuerpos palpitantes sobre el vetusto colchón, cubiertos por la manta de pelo de llama.

Meses más tarde, Juan, con su título bajo el brazo, pasó a desempeñarse como médico residente en el hospital de la ciudad. María de los Ángeles, finalizado el ciclo escolar, volvió a la casa durante el periodo de vacaciones. «¡Un mes y medio de noches para mí!». ¡Era la gloria!

 

‘Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes’, reza un proverbio popular. Fue en el transcurso de una cena. María de los Ángeles comía abstraída en sus pensamientos. La conversación que mantenían sus padres era como un ruido de fondo al cual no prestaba ninguna atención. De repente su madre le dijo:

—Tu padre tiene algo que decirte.

María de los Ángeles palideció. «¡Dios, no...!»

El padre la miró con gesto adusto, pero de inmediato, esbozando una amplia sonrisa, le comentó que junto a su madre había decidido premiar su desempeño en la escuela con un viaje a Europa. Dos meses recorriendo París, Roma, Madrid, Ámsterdam. Sucedieron unos pocos segundos durante los cuales la escena se congeló: el padre y la madre, sonreían con los ojos clavados en su hija, María de los Ángeles impasible, no levantaba la vista del plato, hasta que abandonó la silla de un salto y se lanzó a abrazar a sus progenitores.

—Gracias..., gracias —repetía con voz ahogada—. Voy a contarles a las chicas —añadió antes de alejarse corriendo del comedor.

—Terminá de comer —reclamó el padre.

—Dejala —dijo su esposa—. ¿Viste como se quedó? Paralizada, no lo podía creer. Fue una buena idea.

El hombre asintió.

María de los Ángeles se encerró en el cuarto de baño. «¡No, no, no...No es un premio, es un castigo!... ¡Un castigo de Dios!...».

Dos noches después, cuando entre sollozos le dio la noticia a Juan, él la abrazó con fuerza, sin pronunciar palabra alguna. Su silencio era tan elocuente como las lágrimas de su amada.

 

Fueron días vertiginosos en la residencia. Las criadas corrían de un lado al otro, ocupadas en los arreglos del viaje. María de los Ángeles, en cambio, se movía con desgano, indiferente a los reclamos de Etelvina que la perseguía azuzándola como a un caballo cansado que se resiste a continuar marchando.

—Apúrese niña; llegaremos tarde a la prueba en lo de la modista, y si no termina los vestidos a tiempo su madre se va a enojar... ¿Qué le pasa niña? ¿No está contenta con el regalo que le hicieron sus padres?... ¡Qué no daría yo por hacer un viaje como ese!

—Sí que estoy contenta —se apresuró a responder María de los Ángeles—. Es que no entiendo todos estos preparativos. Mamá me dijo que me compraría ropa nueva en París.

—Sí, pero hasta que llegan a París su mamá quiere que se vea muy bonita.

—Siempre soy muy bonita...

 

Tres días antes de la fecha prevista para la partida, Etelvina despertó a María de los Ángeles a la hora de siempre, y enseguida se retiró rápidamente, sin ayudarla a vestirse, como solía acostumbrar. María de los Ángeles, soñolienta, se incorporó sobre los codos. Sorprendida por la actitud de la criada, permaneció en esa posición mirando la puerta cerrada: Tras algunos minutos, se encogió de hombros y dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada.

La abrumaba una profunda tristeza. Esa era la última noche que compartiría con Juan hasta vaya a saber cuándo. Apenas regresaran de Europa la esperaba nuevamente al internado; de hecho su madre había solicitado una excepción para que pudiera incorporarse dos semanas más tarde de iniciadas las clases. Y precisamente esa concesión podría motivar que no volvieran a otorgarle el privilegio de las salidas.

—¡Todavía en la cama! —exclamó Etelvina al ingresar al cuarto—. Vamos, arriba... Se enfría el desayuno —dijo, mientras le quitaba el camisón y le alcanzaba las prendas que había elegido para ese día.

Al salir del cuarto, el silencio imperante en la casa, tan distinto al vértigo de los días previos, atrajo su atención. En el comedor, estaba solamente su madre sentada a la mesa ante una taza vacía junto a los restos del desayuno. Tenía el semblante adusto. María de los Ángeles ocupó su logar.

—¿Papá? —preguntó.

—No sé —fue la seca respuesta.

—¿Pasó algo? —volvió a indagar la hija.

—Preguntale a él —dicho lo cual, la madre se levantó con cierta violencia y abandonó la habitación.

«¡Me descubrieron!... No. Etelvina me habría prevenido... Seguro se pelearon otra vez... Pero..., ¿qué tengo que preguntarle a papá?»

Hacia el mediodía una de las domésticas le comunicó a María de los Ángeles que su padre la esperaba en el escritorio. «¿El escritorio?». Otra vez se avivó en ella el miedo por que hayan descubierto sus escapadas nocturnas.

El escritorio era un cuarto situado a los fondos de la casona, vedado a todos los habitantes de la vivienda si Don Leguizamón no estaba presente.

De pie, ante la puerta de aquel santuario, un sudor gélido empapaba el cuerpo de María de los Ángeles. Entró con paso vacilante, como un condenado rumbo al cadalso. La penumbra envolvía el lugar. El padre ocupaba el sillón de respaldar alto tras un robusto escritorio; la lámpara, en uno de los extremos del mueble, proyectaba sobre su rostro un resplandor amarillento. María de los Ángeles se detuvo en medio de la habitación, fuera del círculo luminoso que irradiaba la luminaria; así suponía estar más protegida. El padre le pidió que tomara asiento en una de las butacas dispuestas ante el escritorio. Ella lo hizo apenas en el borde del mueble; el cuerpo rígido, los pies juntos, las manos sobre la falda. Sus ojos saltaban de un lado a otros del recinto: temía depositar la vista en su padre. A hurtadillas lo vio entrelazar las manos sobre el escritorio, la miraba con cierta congoja, no con la dureza que ella había presagiado. Por algunos segundos permaneció en silencio, como si estuviese eligiendo las palabras para expresarse. De repente, después de un largo suspiro, le comunicó que debían posponer el viaje a Europa.

—Se avecinan días decisivos en el país que requieren mi presencia —dijo con gesto adusto—. No estás en edad de comprender, pero está en juego el destino de la nación, y los Leguizamón nunca hemos desoído el llamado de la patria.

María de los Ángeles no entendía qué le estaba diciendo, tampoco le importaba. El anuncio colmaba todas sus ambiciones; no necesitaba saber más. Al igual que había reprimido su desagrado durante aquella cena cuando le comunicaron la noticia del viaje, ahora ahogó un grito de júbilo. Permaneció impasible, aprisionando con fuerza la tela del vestido.

—Pero... — dijo, no porque intentara torcer la voluntad de su padre o exponer su decepción, sino porque sabía que se esperaba una reacción de su parte. Y no se equivocaba.

—Ningún pero... —la interrumpió el padre de inmediato—. Te he dicho que surgieron obligaciones ineludibles... Lo lamento, tendremos que dejarlo para más adelante.

María de los Ángeles salió del estudio. «Debe ser algo serio...». Los últimos días había advertido cierta tensión en el clima familiar, tensión que atribuyó a la inminencia del viaje. Pero ahora, después de los dichos de los dichos de su padre, evocó reuniones nocturnas en el despacho con sus tíos, incluido el militar vestido de civil, el obispo y otros personajes que no conocía, debido a las cuales debió faltar a su cita con Juan. También, haber escuchado en la radio algo sobre revueltas en Buenos Aires. «¿La familia está metida en ese lío?... Bah, cosa de ellos». En ese momento, nada era más importante que llamar por teléfono a Juan para anunciarle la noticia.

 

La vida se adueñó de la casona: dos jóvenes, desnudos, iban de un lado al otro, alborotando la quietud del lugar con sus risas y gritos. Ante su presencia, las ratas escapaban al interior de las madrigueras, las alimañas desaparecían entre las grietas de las paredes o se escurrían entre las tablas de los pisos; la atmósfera se tornó amable, endulzada con el aroma de las flores que María de los Ángeles recolectaba en los jardines de su barrio. Las noches de cielo despejado, cuando la luna irradiaba su más apasionado fulgor, y las estrellas titilaban en un mar de oscuridad, subían a la terraza. Allí, tendidos sobre la manta de pelo de llama, tomados de la mano, se quedaban contemplando en silencio aquella inmensidad, sumidos en una especie de ensoñación. El brillo de la luna vestía de plata los cuerpos desnudos.

Una nueva sensación nació en María de los Ángeles: poderosa, profunda, distinta de la que experimentara en las noches de pasión; una exaltación de los sentidos. El mundo adquirió un colorido hasta entonces oculto; todo le parecía prodigioso. La vida le sonreía. Había descubierto la sensación de la libertad.

María de los Ángeles atesoraba celosamente esa fogosidad interior, conservando el comportamiento que todos en su entorno esperaban de ella: recatada, distante, complaciente, respetuosa a pie puntilla de los preceptos aleccionados desde su infancia. Pero en las noches, amparada por los muros de la vieja casona, renacía como el Ave Fénix la María de los Ángeles eufórica, apasionada, impertinente.

Sin embargo, la naturaleza, caprichosa e inexorable, que obedece sólo a sus propias leyes y no sabe de máscaras ni de fingimientos, hizo su trabajo. Floreció así, una María de los Ángeles radiante: su piel lucía tersa, con una tonalidad sonrosada; los rasgos en su rostro se dulcificaron; la mirada era serena, limpia y luminosa, con una chispa de sensualidad; se redondearon las líneas de sus caderas y de sus pechos; las prendas, ahora, se ajustaban a su cuerpo, resaltando las formas; su andar se hizo flexible, ondulante. La madre atribuyó esos cambios al desarrollo natural de la edad. ‘Se está convirtiendo en una señorita’, comentaba con sus amigas durante el té de las tardes. Solamente Etelvina intuyó la realidad, pero tuvo el cuidado de guardarla para sí.

 

Ocurrió una noche. Estaban tendidos en el camastro, envueltos en la manta tejida en pelo de llama, prodigándose caricias y besos, cuando Juan le propuso matrimonio. Ella se estremeció, y, como aturdida, cayó en un oscuro y prolongado silencio. Juan la miraba expectante, esperando una respuesta que había imaginado apasionada, con alguna lágrima de felicidad asomando en sus ojos. Pero esa esperanza pronto fue languideciendo, y una sombra acongojada nubló su semblante. María de los Ángeles permanecía inmóvil, inexpresiva, con la mirada perdida en el vacío. De repente, se desprendió de los brazos que la rodeaban, recogió la manta y sus prendas, y, sin pronunciar palabra alguna, salió corriendo de la habitación. Atónito, Juan intentó detenerla:

—¡¿A dónde vas?!... ¡Esperame!...—alcanzó a decir antes de que la tragara la oscuridad.

Entró a la casa corriendo, sin tomar ningún recaudo. Fue directo a su habitación, se arrojó sobre la cama, y, hundiendo la cabeza en la almohada, rompió en un llanto desconsolado. «¡Estábamos tan bien!...  Habíamos creado un hogar propio... ¿Por qué tuvo que destruirlo?... ¿Casarnos?... ¿Convertirme en una Leguizamón de Olivetti?... La familia no lo permitiría... Se avergonzarían de mí. Sufriría el escarnio de todos... Me convertiría en una paria... Y nuestros hijos... Serían como bastardos... Él tendría que haberlo sabido... Si me amara no me lo hubiese propuesto...».

En la mañana, Etelvina la encontró durmiendo vestida, abrazada a la manta.

—¿Qué le ha pasado niña?...

—Este..., no sé: Me sentía mal, me recosté y me quedé dormida...

La mujer posó su mano sobre la frente de María de los Ángeles.

—Mi pobre niña —dijo con tristeza Su mirada revelaba comprensión. María de los Ángeles se sonrojó— Bueno, lávese la cara y cámbiese la ropa antes de ir a desayunar... Que su padre no se entere porque va arder Troya.

 

La vida en el hogar de los Leguizamón transcurría tutelada por una apacible monotonía. Disfrutaban de la seguridad que les otorgaba la rutina. Uno tras otro los días se deslizaban en una especie de inercia intrascendente, anodina. Todo estaba prolijamente ordenado bajo la mirada alerta de la madre.

María de los Ángeles sentía un inmenso vacío en su interior; añoraba las noches en la vieja casona. No era a Juan a quién evocaba, lo había cancelado en sus sentimientos, eran las noches en las que, cobijada por la luna y las estrellas, se embriagaba con el néctar de la libertad. Entonces comprendió que los muros del internado y de su hogar regirían en ella toda su existencia.

Aquella plácida quietud pronto comenzó a desmoronarse; un asunto desvelaba a los mayores de la familia: la soltería de María de los Ángeles. Madre, padre, abuelas, tías, no cesaban de increparle su tozudez por negarse a formalizar una pareja, contraer matrimonio, transmitir el linaje familiar a su descendencia. Organizaban cenas, recepciones o jineteadas en los campos de su propiedad, con  las familias más distinguidas de la sociedad local y de provincias vecinas, particularmente aquellas que contaban con hombres solteros en su seno. Realizaron múltiples viajes al exterior con la esperanza de que algún miembro de una ilustre familia europea encandilara los ojos de su hija. Después de todo, las muchachas de la aristocracia argentina eran una presa codiciada por la antigua nobleza devenida a menos, y un título de condesa, duquesa o marquesa, aún cuando hubiera que sufragar su manutención, era satisfactorio para engalanar el apellido. Pero ella se había tornado en un ser inaccesible.

María de los Ángeles no descollaba por su belleza, sin embargo, cautivaba con su porte distinguido impresionado de cierto aire melancólico, una conversación amena e ingeniosa y una presencia que irradiaba una sensualidad desafiante; atributos estos que, perfeccionados por el poder económico que detentaba su familia, ejercían una atracción inusitada entre jóvenes y hombres maduros que frecuentaban dichas veladas. María de los Ángeles disfrutaba del juego: ella, la presa, en medio de una manada de lobos presumidos y ambiciosos, desplegaba un exquisito talento para satisfacer los oídos de su interlocutor, a la vez que rechazaba con gracia los lances amorosos, sin herir el amor propio del pretendiente de turno.

Con el tiempo, perdida toda esperanza de doblegar su intransigencia, la familia, resignada, olvidó el tema.

 

Tras los sucesivos fallecimientos de los patriarcas, las nuevas generaciones se ensañaron unos contra otros por los bienes de la herencia. El resultado de aquellas despiadadas disputas fue el desmembramiento de las propiedades para satisfacer las ambiciones de los cuantiosos descendientes. El clan familiar, otrora unido bajo la férrea autoridad de los mayores, se fue disgregando. Algunos permanecieron en Salta, hubo quienes se mudaron a otras provincias o emigraron a otros países.  María de los Ángeles y sus padres se radicaron en un departamento que ocupaba todo un piso de un antiguo, aunque señorial, edificio sobre la avenida Santa Fe, en el barrio de Palermo de la Ciudad de Buenos Aires; propiedad que obtuvieron en la partición de los bienes heredados, además de una fracción de las tierras destinadas a la producción agropecuaria, parte de las joyas, mobiliario y diversas obres de arte.

Pronto se adaptaron al ritmo de la gran ciudad. El linaje de un apellido que no era desconocido por la oligarquía citadina, les abrió las puertas de los círculos más exclusivos de la sociedad porteña. María de los Ángeles no demoró en forjar nuevas amistades y regodearse, sin inhibiciones, con los aires más libres de la Capital. Fueron años amables con los Leguizamón, hasta que las sucesivas crisis que asolaron el país, el descuido de la actividad comercial, depositada en manos de inescrupulosos administradores, y un opulento estilo de vida que se obstinaban en conservar, consumieron, poco a poco, la pequeña fortuna heredada. Solo pudieron salvar de la catástrofe la propiedad de Palermo.

 

* * *

 

El evento fue languideciendo. Hacia las nueve de la noche ya no quedaban más que unos pocos amigos personales del artista y allegados a la dueña de la galería. Los camareros desaparecieron junto con los sándwiches, canapés, bocadillos dulces, bombones... y el champagne. María de los Ángeles, con la compostura que la distinguió a lo largo de la gala, se encaminó hacia la salida. Al llegar a la puerta, uno de los hombres del servicio le entregó ceremoniosamente una bolsa de cartulina negra brillante con el nombre de una marca exclusiva de ropa, impreso en letras doradas. Ella la tomó, y, sin detenerse, le otorgó una ligera inclinación de la cabeza.

Con paso menudo, rengueando nuevamente, emprendió el regreso al edificio de la avenida Santa Fe por el mismo camino que había transitado para llegar a la exposición. Esta vez, el trayecto resultó más penoso. Las dos horas durante las cuales había permanecido de pie, fueron fatales para sus piernas y su cadera. La renguera era ahora más pronunciada. Avanzaba con el cuerpo arqueado hacia delante, como agobiada por una pesada carga que a duras penas podía soportar. Cada par de cuadras hacía un alto para reponerse del cansancio y el dolor.

 

Después de abrir la puerta del departamento, se quedó unos segundos apoyada con una mano sobre el marco, recobrando el aliento. El interior estaba sumido en una lúgubre oscuridad apenas mitigada por el pálido resplandor que ingresaba desde la calle. Sorteó con habilidad los escasos muebles diseminados por la amplia sala: un vajillero vacío, tres sillas y una pequeña mesa baja, estilo Luís XV. Las paredes, de un incierto color corrompido por el tiempo, presentaban formas cuadradas y rectangulares en un tono más claro, evocando los cuadros que alguna vez las engalanaron. Ya en el dormitorio, se quitó el tapado, al que colgó de una percha con suma delicadeza antes de guardarlo en el ropero; hizo lo propio con el vestido; luego, se desprendió la peluca que depositó en una caja: una rala cabellera encanecida se derramó sobre sus hombros. Vistió un batón raído; guardó los zapatos en el piso del armario y se calzó un par de pantuflas deshilachadas. Recién entonces se sentó sobre la cama, recostando su espalda contra la bruñida cabecera en madera de nogal finamente labrada. Aspiró profundo, exhalando el aire con un débil ronquido de alivio.

Una sombra se desperezó lánguidamente en un extremo del lecho. Sus ojos centelleaban en la penumbra.

—Hola, lamento llegar tarde, pero no me fue fácil el camino de regreso —dijo María de los Ángeles en tanto encendía una vela afirmada con su misma cera a un plato que descansaba sobre la mesa de luz. La sombra fue a tenderse al lado de María de los Ángeles. Ella lo acarició con ternura.

—¿Cómo ha sido tu día? —preguntó mientras tomaba la bolsa que le había entregado el camarero.

Extrajo de su interior tres bandejas descartables colmadas con sándwiches, canapés salados y bocaditos dulces. Eligió un par de los sándwiches y los desmenuzó en pequeños trozos que fue esparciendo sobre la manta.

—Te separé los de salmón, porque son tus preferidos. Además se descomponen más rápido... Yo estoy satisfecha, ya comí en la muestra —Dijo volviendo a guardar las bandejas en la bolsa—. Con esto tendremos suficiente hasta la próxima vernissage —comentó mientras la depositaba en el suelo, junto a la cama. Se quitó la bata, después las prendas íntimas; se cubrió con la manta tejida en pelo de llama y, mientras acariciaba el cuerpo a su lado, se quedó dormida.

 

FIN


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