Anochecía. Una lúgubre penumbra pesaba sobre la aristocrática calle Arroyo. Las luces del alumbrado público apenas lograban filtrarse entre el follaje de los árboles alineados en las veredas. Las sombras bailaban en las fachadas de los edificios al compás de una gélida brisa. María de los Ángeles Leguizamón apareció de repente, como si una porción de aquella oscuridad se hubiese corporizado. Era de contextura menuda, extremadamente delgada y de apariencia frágil; su cara, de mejillas hundidas y pómulos pronunciados, lucía maquillada en exceso con un rubor oscuro que acentuaba sus facciones angulosas; la boca, contraída, de finos labios rojos con las comisuras caídas, insinuaba una velada arrogancia. Vestía un abrigo negro, largo hasta los tobillos con amplio cuello en piel de zorro, prenda que, si bien lucía anticuada, conservaba la prestancia propia de haber sido confeccionada por manos expertas con el más fino casimir. Rengueaba de la pierna izquierda. Había caminado más de una decena de cuadras, y la cadera y las pantorrillas le dolían horrores. Animada más por la voluntad que por sus fuerzas, recorrió el último tramo que la separaba de su destino. Metros por delante, allí donde la calle describe una curva, el resplandor que proyectaba la galería de arte guiaba sus pasos. Se detuvo en el círculo luminoso ante la entrada; sabía que necesitaba un par de minutos de reposo para calmar el dolor. Empleó el tiempo en retocar con suaves palmadas la cabellera azabache, corta y ensortijada, y alisar imaginarios pliegues sobre el abrigo. Al cabo, ya repuesta, empinó la cabeza, echó los hombros hacia atrás, y entró.
De un vistazo comprobó con satisfacción la ausencia de público, solo estaban presentes el pintor junto a la curadora de la muestra, dialogando ante una de las obras, y cuatro camareros aburridos, recostados contra la pared del fondo. Había llegado temprano, tal como fuera su intención.
Con andar pausado avanzó hacia el
interior del local: el cuerpo erguido, la barbilla levantada, ojeando de
soslayo los cuadros colgados en las blancas paredes. Se acercó al artista, un
joven de mirada acuosa; su rostro aniñado, muy pálido, estaba enmarcado por una
cabellera rubia, lacia, que le caía hasta los hombros. Vestía un conjunto
blanco de chaqueta larga con cuello militar y pantalón tipo babucha ceñido por
encima de los tobillos; calzaba sandalias en los pies desnudos. «Un descendiente
de la nobleza rusa», imaginó.
Se presentó ofreciendo su mano laxa, con
el dorso hacia arriba, abrigando la secreta ilusión de que la tomaría con
delicadeza por la punta de los dedos, y, con una ligera reverencia, posaría en
ella sus labios, tal como era costumbre en la aristocracia europea. Pero el
joven, estrechándola con fiereza, se dio a zarandearla de arriba abajo. No
contento con ello, tal vez porque supuso que se trataba de una distinguida diletante,
posible compradora de alguna de sus obras, aprisionó con ambas manos la de
María de los Ángeles y la retuvo, mientras se prodigaba en palabras de
agradecimiento por su presencia en la muestra. El vulgar comportamiento del artista,
agravado por el contacto de su piel fría y húmeda, provocó en ella una
abrumadora repugnancia; sin embargo, supo dominar el impulso de retraer la mano
de inmediato, disimulando su disgusto tras una sonrisa condescendiente. La
aparición de dos camareros portando sendas bandejas con bebidas y bocadillos,
fue la excusa para liberarse de aquella garra pegajosa. Optó por una copa de champagne
y un sándwich de jamón, queso, aceitunas y palmitos, que tuvo la precaución de
tomar con la mano que no había sido contaminada. Consideró entonces que era el
momento oportuno para despedirse del artista. Así pues, lo felicitó por la
muestra, y, puesto que tenía las manos ocupadas, le bastó sólo una leve
inclinación de cabeza a modo de saludo antes de retirarse sin que ello pudiera
ser interpretado como una falta de cortesía.
Se dio a recorrer la muestra mientras se
deleitaba saboreando el sándwich acompañado con pequeños sorbos del champagne. Se
desplazaba con esa lentitud premeditada que otorga prestancia y dignidad. Ante
cada cuadro permanecía en actitud contemplativa durante largos segundos, como si
estuviese cautivada por la obra, mas nada veía: otras urgencias ocupaban su
mente. Cuando volvieron a ofrecerle otra ronda de bocadillos, se decidió,
después de un breve instante de duda, por otro emparedado, esta vez en pan
negro, jamón crudo, rúcula y queso parmesano, y repuso la copa de champagne que
había vaciado. Al rato, ante un nuevo convite, optó por un brioche con pollo, tomate y mayonesa..., y otra copa de champagne.
El local se fue poblando con curiosos, críticos,
coleccionistas e inversores. María de los Ángeles deambulaba entre la
concurrencia con la soltura propia de una persona habituada a frecuentar
fiestas y recepciones. En una de sus manos nudosas sostenía con gracia la copa,
que reponía cada vez que se agotaba, mientras con la otra capturaba con suma
delicadeza las delicatessen que de
continuo le ofrecían los camareros. Cada uno de sus movimientos, cada uno de
sus gestos, trasuntaba una natural dignidad hermanada a cierta arrogancia, actitud
que el vulgo suele apreciar en las personas distinguidas. Por eso, cuando se
sumaba a alguno de los grupos que se habían formado para intercambiar opiniones
sobre las obras o simplemente con la intención de sociabilizar, su intromisión
era siempre bien recibida. Entonces ella se convertía en el centro de la tertulia.
Su conversación era fluida y apropiada a la circunstancia, y si bien el trato
que dispensaba a los demás era cortés, en modo alguno perdía su aire distante: Magnífica muestra. Es, sin duda, un joven
talentoso. Estoy segura que con el tiempo oiremos hablar mucho de él... Les
sugiero los canapés con salmón, son excelentes... ¡Oh!, sí, París en primavera es maravilloso, pero si debo elegir, en esta
época del año optaría por las Baleares... ¿No conocen las Baleares? Debieran
visitarlas. Tengo recuerdos magníficos de ese lugar... Era aún adolescente,
hace tanto ya, como podrán comprobar... Una tarde escapé de mis padres mientras
dormían la siesta en el hotel para reunirme con un conde... francés o
húngaro..., no recuerdo. No importa, son todos iguales... No querrán saber...
Bueno les cuento, total ya prescribió... ¡Ah!, cazuelitas de lomo a la strogonoff...
Es una galería bellísima... ¡Bombones!...
son mi debilidad... Si en alguna ocasión desean realizarme un obsequio, que
sean bombones por favor... Después de los diamantes, por supuesto». Y así alternaba de grupo en grupo.
Esta disposición a sociabilizar con
extraños no nacía en ella de un modo espontáneo; era un comportamiento
adquirido con el que revestía el desprecio que profesaba hacia aquellos que no
formasen parte de la estirpe social a la cual pertenecía.
Su apellido remitía a las gestas gloriosas
de la independencia de la nación, y era exhibido como un estandarte por la
familia. ¡Somos la patria!, solían proclamar a voz en cuello durante las
reuniones sociales. Así había sido educada desde la infancia en su Salta natal.
* * *
A la edad de seis años, sus padres la
ingresaron a un instituto educativo pupilo lindante con el edificio de un
convento cuyas religiosas lo regenteaban e integraban el plantel docente. Era un
establecimiento destinado a las niñas herederas de la nobleza provinciana donde
recibían la instrucción correspondiente a su rango de clase.
A los quince años conoció a Juan
Olivetti.
Fue una tarde durante las vacaciones de
invierno, periodo en el que las alumnas abandonaban el internado para compartir
la vida hogareña. Paseaba por la calle principal de la ciudad en compañía de
Felicitas, una de sus primas mayores que cursaba el último año en el mismo colegio.
Iban distendidas, de lo más animadas, sintiéndose libres de las miradas escrutadoras
de las monjas, cuando, de repente, una mujer, vestida con el atuendo
tradicional de la comunidad coya se desplomó a sus pies. Las muchachas, lanzaron
un grito desaforado y retrocedieron espantadas hasta que se consideraron seguras,
entonces, se quedaron mirando el cuerpo exánime.
—Debe estar borracha —dijo Felicitas.
—Sí —confirmó María de los Ángeles.
En cuestión de minutos numerosos
caminantes se apiñaron alrededor de las primas; miraban a la mujer tendida en
la vereda como si presenciaran un espectáculo que amenizaba la monotonía de la
tarde provinciana. De repente, un joven se abrió paso entre los mirones. Era
alto, flaco, aunque de contextura vigorosa; su cara, de tez cobriza, destacaba
por la firmeza de sus rasgos; su cabellera alborotada, espesa, era tan
renegrida como sus ojos de mirada intensa. Vestía una campera muy ampia, cuyas
mangas le cubrían buena parte de los dedos de las manos; un pantalón oscuro,
descolorido, también muy holgado y zapatillas algo gastadas. A primera vista
podría ser confundido con un menesteroso, sin embargo, a juzgar por la limpieza
y calidad de sus prendas, se diría que se trataba de un rebelde bohemio al que
tenía muy sin cuidado la opinión de la gente. Se hincó junto al cuerpo. La
mujer intentó incorporarse, pero él la contuvo:
—Espere, no se apresure. Parece que le ha
bajado la presión —dijo, y le posó la mano sobre el vientre, mano que ella
apartó de inmediato con un gesto brusco—. Está bien, no la toco —dijo él, alzando
las manos con las palmas expuestas—. ¿Está embarazada? —le preguntó.
La mujer asintió con la cabeza mirándolo
con recelo.
—No tema, no le voy a hacer daño —le dijo
el joven con tono afectuoso, y volviéndose hacia el público demandó— Traigan
una silla —Nadie se movió—. ¡Pueden traer una silla, por favor! —reclamó
nuevamente, esta vez de un modo imperativo.
Un niño apareció con un banquito de
madera de tres patas;
—¡Muy bien! Gracias —le dijo el joven removiendo
su mano entre los cabellos enmarañados del pequeño, le oidió que acomodara el
banco a la sombra, contra la fachada de una de las casas. De inmediato volvió a
exhortar a los presentes— Ahora necesito una persona que me ayude a levantarla...
Una mujer sería mejor.
Se hizo un incómodo silencio; el grupo de
espectadores pareció encogerse, algunos se alejaron con discreción, otros bajaron
las cabezas, pretendiendo pasar desapercibidos. Al no recibir respuesta, el joven
paseó la mirada entre los curiosos; detuvo la búsqueda cuando sus ojos se
posaron en María de los Ángeles
—Ayudame —le dijo
Ella se quedó paralizada. «¿Yo?». La sola
idea de tocar a esa mujer le revolvió el estómago. Juan Olivetti, tal era el
nombre del muchacho, la incitó tendiéndole la mano a la vez que esbozaba una
amplia y brillante sonrisa. María de los Ángeles agitó la cabeza de lado a
lado. «Ni loca voy a tocarla».
Felicitas le susurró al oído:
—Vamos.
María de los Ángeles permaneció inmóvil. Había
algo en aquella mirada intensamente negra, en la que brillaba una chispa de
picardía, que ejercía sobre ella una fuerza extraña, sumiéndola en una especie
de aturdimiento.
—No temas flaca, no te va a contagiar el
embarazo —insistió Juan, despertando risas entre los presentes.
María de los Ángeles avanzó dubitativa. El
rubor encendió su rostro. Felicitas intentó detenerla pero una mano anónima le
retuvo el brazo.
—Agáchate aquí —le dijo Juan, indicándole
el lugar al lado del cuerpo— Tenemos que llevarla hasta el banco... Tomala por
la cintura. Así..., bien —acto seguido, acomodó el brazo de la mujer por detrás
del cuello de María de los Ángeles hasta el hombro contrario—. Sujetala de la
muñeca, no la sueltes... Yo te ayudo del otro lado. Vamos a ponerla de pie.
María de los Ángeles, dominada por la
aprensión y los nervios, intentó incorporarse arrastrando a la mujer con todas
sus fuerzas.
—¡Noo! —Vociferó Juan— ¡Qué hacés! Un poco
de compasión, por favor. ¿No ves que está descompensada? —y enseguida añadió en
tono conciliador— Te voy a ayudar.
María de los Ángeles enrojeció más, si
fuera posible. La vergüenza la desbordaba. Se sentía humillada. «Cómo se atreve
a tratarme de ese modo... Seré la comidilla de toda la chusma». Se levantó de
un salto con la intención de alejarse corriendo, pero Juan, que estaba a su
espalda, la empujó por los hombros forzándola a ponerse nuevamente de cuclillas,
acomodándola como lo había hecho anteriormente. La mujer temblaba como una hoja
a merced del viento.
La estrecha proximidad y el roce con el
cuerpo de Juan conmocionaron a María de los Ángeles. Nunca había experimentado
nada igual. Era una sensación desconocida, inquietante, que no entendía. Sintió
miedo.
—Ahora no te muevas, esperá a que te diga
cuándo levantarte.
De un salto, Juan se situó en el lado
opuesto, y, una vez que hubo completado la misma maniobra, le dijo que a la
cuenta de tres se pusiera de pie.
—Hacé fuerza con las piernas, mantené el
cuerpo erguido. No te inclines hacia delante porque vamos a terminar despatarrados
en el suelo —la instruyó asomando la cabeza desde el otro lado de la mujer. Le
sonreía.
«Debe suponer que dijo algo gracioso...
Es insoportable».
Paso a paso trasladaron a la doliente
hasta el banco sobre el cual la depositaron con sumo cuidado. Nadie colaboró.
—¡Muy bien. Lo hiciste de maravillas!
—Exclamó Juan, cuando lograron sentarla con la espalda contra la pared—. Ahora, ¿podrías conseguir un vaso de agua con
una cucharada de azúcar disuelta?
María de los Ángeles se alejó corriendo,
no por satisfacer presurosa el pedido, sino por tomar distancia de aquel joven
que perturbaba sus sentidos. No obstante, al poco tiempo regresó con la
demanda.
La mujer bebió con avidez el agua
azucarada, y al cabo de unos minutos su rostro recobró el color.
—¿Se siente mejor? —le preguntó Juan.
—Sí —respondió ella, poniéndose de pie.
—Le sugiero que vaya al hospital para controlar
que el feto no sufrió daño.
La mujer asintió con un gesto, y se alejó
sin más
Terminado el espectáculo, mientras los
curiosos se dispersaban, Juan volvió la atención sobre María de los Ángeles
—Estuviste muy bien. Gracias... Me llamo
Juan, ¿y vos?...
Ella se limitó a mirarlo con manifiesta
hostilidad. Se sentía tan ultrajada, acumulaba tanto resentimiento, que no
podía pronunciar palabra alguna. En ese momento Felicitas la tomó de un brazo y
la llevó casi a la rastra.
—¡Cómo hiciste eso! —le recriminó.
—¡Y qué podría haber hecho! Me expuso
ante toda esa gente. Si me hubiese negado todos estarían hablando de una
Leguizamón, que no quiso ayudar a un médico que auxiliaba a una mujer en la
calle.
—Te hubieras negado igual... Abrazar a
esa mujer. ¡Puaj!. Tenés que cambiarte la ropa; vaya uno a saber qué peste te puede
contagiar. Después quemalas o donalas a la iglesia... ¿Por qué te quedaste
hablando?
—¡No me quedé hablando! Ni siquiera le
dirigí la palabra —Replicó María de los Ángeles con vehemencia—. No sé quien
es. No lo conozco.
—Escuché que es el hijo del ferretero... Parece
que estudia medicina...
Siguieron caminando en silencio. María de
los Ángeles se debatía en un torbellino de sensaciones, que intentaba silenciar
con el desprecio: «¡Ese don nadie!... ¡Se atrevió a manosearme como si fuera
una cualquiera!... ¡Qué vergüenza, Dios mío!... Gente como ellos no merecen
vivir entre nosotros... ¡Son como animales!».
—Jurá que no vas a contarle a nadie —le
dijo de pronto a su prima.
—Está bien... Lo juro —respondió Felicitas,
y trazó la señal de la cruz sobre sus labios con el dedo índice.
Se hizo la noche. Las luces se apagaron, el
silencio se apoderó de la casa; sus habitantes se entregaron mansamente al
sueño; todos, menos María de los Ángeles. Tendida en la cama, evocaba los
brazos de Juan envolviendo su cuerpo; la respiración se hizo agitada, le
faltaba el aire, su corazón comenzó a palpitar desbocado. Ardía como afiebrada.
De repente sintió algo tibio que se deslizaba por la cara interna de los muslos.
Levantó bruscamente la manta que la cubría y llevó la mano a la entrepierna: palpó
un líquido viscoso. Volvió a taparse. «¡Qué me está pasando!». Aterrada, sabía
que caía en pecado al entregarse a la concupiscencia, lo repetían a diario las
monjas en el colegio, pero no podía detenerse. «Esos ojos negros, ese aliento
tibio acariciándole el cuello», eran tan reales. Mordió la manta para ahogar un
gemido. Por largos minutos permaneció inmóvil, como aletargada, corrían
lágrimas por sus mejillas. «¡Un embrujo!... ¡Sí, fue un embrujo!... Mañana voy a
la iglesia». Lentamente se fue sumiendo en un plácido adormecimiento, y en el
preciso instante de quedarse dormida, una fugaz sonrisa asomó en sus labios sin
siquiera haber tomado consciencia de ello.
El día siguiente, terminado el almuerzo, los
habitantes de la casa, incluida la servidumbre, se recluyeron en sus
respectivos cuartos para entregarse al rito cotidiano de la siesta. María de
los Ángeles hizo lo propio. Cuando su madre abrió la puerta de la habitación,
la vio en la cama, inmóvil, de cara a la pared, cubierta con una manta. Cerró
la puerta con mucho cuidado, para no interrumpir el descanso de su hija, y
continuó su acostumbrada recorrida por todas las dependencias verificando que
guardaran el orden por ella establecido. María de los Ángeles conservó
pacientemente la misma postura. Al cabo de largos minutos, cuando consideró que
todos habían conciliado el sueño, abandonó el lecho. Salió de la habitación en
puntas de pie, los zapatos en las manos, mirando hacia todos lados con recelo. Fue
hacia el área de la casa donde se alojaba la servidumbre. Había allí una puerta
que comunicaba con el exterior. La llave colgaba de un clavo insertado en el
marco de la misma, lugar al que la retornó después de haber abierto la puerta.
Ya en la calle, se calzó los zapatos y rápidamente se alejó de la residencia. Sabía
que se exponía a un severo castigo. ¿Qué la incitaba, entonces, a encarar
tamaña osadía? Obedecía a un impulso que había nacido esa misma mañana en la
iglesia, mientras confesaba sus pecados. Bueno..., no todo lo que a su entender
había pecado, porque omitió mencionar lo acontecido la tarde anterior y más aún
el episodio nocturno. Desconfiaba del cura párroco. Entre las adolescentes se
rumoreaba que muchos de sus secretos, revelados en confesión, habían llegado a
oídos de sus padres. De todos modos, se sentía protegida por la potestad divina.
Se dirigió al centro de la ciudad. Las
calles estaban desiertas, apenas si se cruzaba con uno que otro caminante; la
mayoría de los comercios estaban cerrados. A poco de andar se topó con una
heladería abierta. Entró. Pidió un cucurucho de chocolate y frutilla. Hurgaba
en la cartera en busca de dinero cuando oyó a sus espaldas:
—No le cobre, yo invito
El corazón le dio un vuelco. No tenía
dudas de quién se trataba, pero conservó la vista en el frente como si no lo
hubiese escuchado, y le extendió un billete al muchacho que le había servido el
helado .
—No disimules, me escuchaste ¿Porqué no
aceptás que te invite? —insistió Juan.
—No hablo con desconocidos —dijo ella sin
mirarlo, mientras esperaba el vuelto.
—Entonces podemos hablar. ¿No te acordás
de mí? Ayer ayudamos a una mujer descompuesta...
María de los Ángeles permaneció inmutable,
con los ojos fijos en algún punto indefinido detrás del mostrador. Temía volver
a caer presa de aquella negra mirada.
—¿Ah, sí? —murmuró con fingida
indiferencia.
—Fuiste muy valiente —continuó diciendo
Juan—. Todos se hicieron los tontos, incluso algunos se alejaron
disimuladamente, pero vos demostraste solidaridad... Les diste una lección.
«Se está burlando... Seguro se dio cuenta
de la repugnancia que me provocaba esa mujer, y ahora se hace el gracioso... ¿No
le alcanzó con avergonzarme delante de todos?». Giró para enfrentarlo con la
intención de arrojarle el helado a la cara, pero al toparse con una mirada
amable, conciliadora, sin rastro alguno de malicia, juzgó que sus palabras eran
sinceras. «Muy valiente», quedó resonando en sus oídos. Recibió el vuelto y
abandonó el local sin decir una palabra. Juan fue tras ella. Caminaron juntos
un largo trecho en silencio. «Mejor vuelvo a casa», pensó. De repente, él le
preguntó:
—¿Es rico el helado?
—¿Para qué preguntás si a vos no te
gustan? —respondió ella con aspereza.
—No es cierto, me encantan.
—¿Y por qué no pediste uno?
—Me olvidé... Me distrajiste —dijo él con
naturalidad.
María de los Ángeles reprimió una
sonrisa. «Es distinto... no se parece a los demás».
—¿Sos médico? —le preguntó ella
conservando su actitud distante.
—No,
me falta un año para recibirme. Estudio en la Universidad de Córdoba. Aproveché
las vacaciones para visitar a mis padres.
—¿Y donde vivís?
Juan respondió que se alojaba en una
pensión, compartiendo el cuarto con algunos de sus compañeros de estudio.
«Él le dice pensión pero debe un
internado para estudiantes con pocos recursos»
—¿Podés salir cuando quieras? —volvió a
preguntar.
Sorprendido por la pregunta, Juan
respondió enfático:
—¡Por supuesto! Nadie nos vigila —y
añadió como para sí—. Excepto la policía.
María de los Ángeles detuvo bruscamente
su andar, como si hubiese chocado contra una pared invisible. Lo miró con ojos
desorbitados. «¿Lo busca la policía?». Esperaba una aclaración que lo excusase:
algo así como “No es cierto, lo dije en broma”, pero él, sólo se encogió de
hombros esbozando una amplia y cándida sonrisa. «Es un prófugo de la justicia»,
dedujo María de los Ángeles. ¡Era la aventura más emocionante de su vida!
Cambió de tema para apaciguar su inquietud.
—Decime, ¿en la facultad les enseñan a tratar
con todo tipo de personas?
—No entiendo la pregunta. No necesitan
enseñarnos eso. Blancos, negros, amarillos, mulatos, pardos, morenos... ¡qué
importa! Todos formamos parte del género humano. Todos razonamos,
experimentamos similares emociones, sufrimos, nos alegramos, amamos, odiamos,
tememos,,,
—¿Y el alma? —interrumpió María de los
Ángeles.
—¿El alma? —Preguntó Juan desconcertado.
—Sí, el alma. ¿Todos tienen alma?
Juan reprimió una sonrisa. El tono
apremiante empleado por María de los Ángeles le hizo comprender el rígido
patrón de valores que dominaban los pensamientos de la muchacha, razón por la
cual fue cauteloso en su respuesta para evitar una confrontación: no deseaba
ahuyentarla.
—Si debo serte sincero, nunca me detuve a
pensar en el alma, ni siquiera estoy seguro de que exista. Pero si acaso existiera,
no se me ocurre ninguna razón por la cual algunos seres humanos quedarían
excluidos de poseerla.
Era la primera vez que María de los
Ángeles alternaba con alguien que ponía en duda creencias que modelaron su
visión del mundo. Confundida y a la vez espantada, puesto que a su entender
esas ideas rozaban la herejía, no advirtió a dos hombres que caminaban en
sentido contrario por la misma vereda hasta que estuvieron a pocos pasos de
distancia. Palideció de repente y bajó la cabeza. «Me vieron». Pero los hombres
pasaron junto a ella sin prestarle ninguna atención. Respiró aliviada al
comprobar que no los conocía, sin embargo, desde ese momento, se retrajo en un receloso
silencio en tanto sus ojos saltaban inquietos de un lado a otro.
—Debo regresar —dijo de pronto.
—¿Te molestó lo que hablamos?
Ella negó moviendo la cabeza de lado a lado.
—¿Segura?... Estás inquieta... ¿Te
asustaron esos hombres?
—¡No!, no... Es que... —se interrumpió
por un instante—. ...le dije a mis padres que iba a la casa de una amiga y en
el camino tuve ganas de tomar un helado. Si un conocido de la familia me ve con
un extraño, seguro va a ir con el chisme... —dijo, persuadida de que medias
verdades son más creíbles que una mentira completa—. Me tengo que ir —Insistió con
tono apremiante.
—Está bien —dijo Juan, dando muestras de resignación.
—Bueno, adiós —dijo ella, al cabo de
algunos segundos de incómodo silencio.
Entonces Juan reaccionó animado por una
idea.
—Esperá. Podríamos ir a la estación de
trenes...
—¡Ni loca!
—¿La conocés?
—No.
—Atrás de la estación hay un terreno que
sirve como playa de maniobras para la carga y descarga de los vagones. Como a
esta hora no hay servicio de trenes, seguro debe estar desierto. ¿Querés ir?
María de los Ángeles aceptó con cierto
recelo.
En efecto, el lugar parecía abandonado.
Era un extenso terreno de tierra apisonada con apenas tres árboles en el
perímetro. Un centenar de metros más allá, aparecía un ramal de vías y una
línea de galpones, atrás, sobresalía el edificio de la estación.
—¿La gente tiene que atravesar todo esto
para tomar el tren? —preguntó María de los Ángeles.
No —respondió Juan, riendo—. El frente está
al otro lado, y se llega por calles asfaltadas... Vení, sentémonos debajo de
aquél árbol —dijo tomándola de la mano y forzándola a seguirlo. Llegaron corriendo
hasta el lugar, levantando nubes de polvo y pedregullo. María de los Ángeles pensó
que arruinaría sus zapatos. Después de que Juan despejara la base del árbol,
arrastrando piedras y ramas con el pié, se sentaron sobre la tierra con las espadas
apoyadas en el grueso tronco. María de los Ángeles volvió a pensar que al
llegar a la casa, lo primero que haría sería mudar la pollera por una limpia y
arrojar la que llevaba puesta al canasto de la ropa para lavar, antes de que la
viera su madre. La lavandera ignoraría la suciedad en la prenda. Y así, guarecidos
de la fría brisa que bajaba desde la Puna, sintiéndose a salvo de miradas indiscretas,
María de los Ángeles escuchaba fascinada las historias que Juan le contaba
sobre sus andanzas en la capital cordobesa.
De repente, como apremiada por una alarma
interior, se puso de pie.
—¡Dios!, ¿qué hora es? —Había perdido la
noción del tiempo y temía que todos ya se hubiesen levantado de la siesta. Ninguna
excusa sería admisible para justificar su ausencia—. Ahora sí, tengo que irme
—dijo con desesperación.
Llegó sumamente agitada a la casa. Con
extrema cautela entreabrió la puerta de servicio. Respiró aliviada cuando
comprobó que aún reinaba el silencio
Volvieron a encontrarse el día siguiente,
y los días que sucedieron hasta que terminaron las vacaciones. Juan debía
regresar a la universidad en Córdoba y María de los Ángeles al internado. Él
prometió escribirle todas las semanas, pero ella le pidió que no lo hiciera:
—La única correspondencia que nos entregan
es la de nuestros padres —dijo.
Se besaron en una esquina solitaria,
semiocultos por el ramaje de un frondoso árbol. Fue un beso de despedida hasta
las próximas vacaciones, y el primer beso de amor para María de los Ángeles.
La vida en el internado no volvió a ser
la misma. Habían transcurrido casi diez años desde que ingresó al primer grado.
Lo sentía como su hogar, más aún que su casa natal. Conocía a todas las
religiosas y por todas era conocida, y, aunque tenía su grupo de amigas
íntimas, gozaba de gran popularidad entre la población de alumnas. Pero ahora sentía
que ese edificio monolítico, de gruesos muros y ventanas estrechas, se había
transformado en una prisión. Juan era libre, podía ir donde quisiera a su
antojo, pero ella... ¿Escabullirse a la hora de la siesta? ¡Ni soñarlo! La
vigilancia que ejercían las celadoras era infranqueable.
El establecimiento contaba con dos
dormitorios para el descanso de las alumnas internas: uno destinado a las niñas
del nivel primario, el otro, a las adolescentes del secundario. Eran extensas salas
rectangulares en las cuales se alineaban enfrentadas dos filas de camas; a cuyas
cabeceras, contra la pared, había un pequeño armario para la ropa y demás enseres
personales de las muchachas. Entre las filas había un corredor a lo largo del
cual la celadora del sector se paseaba, a intervalos regulares, controlando que
las muchachas durmieran bien arropadas; cumplida la inspección, volvía a ocupar
la silla junto a la puerta de acceso. A la hora en que debía despertar a las
jóvenes, realizaba el mismo recorrido haciendo sonar una campanilla; luego, se
apostaba nuevamente en el extremo del pasillo esperando que se vistieran,
fueran al cuarto de baño, hicieran sus necesidades, se lavaran la cara, se
peinaran, tendieran la cama, se formaran en fila de a dos y, después de haber pasado
lista, las guiaba hasta el comedor para desayunar o tomar la merienda, según fuese
el caso.
Entre las internas circulaba una historia.
Hacía ya tiempo, un sábado en la noche, dos alumnas que cursaban el último año
de estudios aprovechando que la celadora nocturna, una monja de edad avanzada,
se había quedado dormida, se escabulleron al cuarto de baño; desde allí,
escurriéndose a través de una ventana a media altura, que siempre estaba
entreabierta para mantener ventilado el ambiente, se descolgaron hasta una
especie de terracita sin techar, cuya única función era proporcionar aire y luz
a las dependencias interiores. Por medio de una endeble escalera de hierro
accedieron a la planta baja. Un largo pasillo las condujo hasta el patio
central en cuyos laterales se distribuían las aulas de los primeros grados. Al
frente, una amplia arcada daba paso al hall principal donde, además del portón
de acceso a la calle, estaban las oficinas administrativas dotadas de ventanas
a la calle con celosías, que podían abrirse desde el interior.
La intención de las jóvenes era llegar
hasta la Capital Federal para llevar una vida en común lejos del instituto, de
sus familias y de la provincia. Y habrían logrado su objetivo de no ser porque
les salió al paso la celadora a cargo de la ronda nocturna. Fueron vanas las
lágrimas vertidas, las promesas de llevar a cabo penitencias e, incluso, las
ofertas de soborno. Cuenta esa historia, que ambas muchachas, ya dos mujeres maduras,
continúan internadas en un convento de clausura.
¿Cierta o creada con la intención de
infundir miedo?, no era importante; su amplia difusión perseguía un solo propósito...,
y vaya si lo conseguía: nunca más ninguna alumna intentó fugarse.
«¡Maldito colegio!». Por primera vez en
su vida María de los Ángeles comprendió el significado del encierro.
Sin embargo, el riguroso régimen de
reclusión, que sólo podía ser salvado por pedido expreso de los padres o de un
familiar a cargo, contemplaba una dispensa. A fin de motivar el desempeño de
las estudiantes, las dos alumnas de cada curso, que a lo largo de un mes
promediaran el mejor puntaje en exámenes y comportamiento, eran autorizadas a pasar
el siguiente fin de semana junto a sus familias.
María de los Ángeles sabía que jamás
podría alcanzar ese privilegio. Su conducta solía ser motivo de constantes
reprimendas y castigos, y con su actitud despreocupada ostentaba una manifiesta
falta de interés por cualquier asunto que le demandara un mínimo de esfuerzo...,
y el estudio encabezaba la lista. No tenía ningún apego por el conocimiento; carecía
de las nociones elementales en matemáticas, geografía, lengua o instrucción
cívica, impartidos en los años previos. Aún así, año tras año era promovida al
curso inmediato superior gracias al apellido familiar, y a que dichas materias
eran consideradas de relativo valor para cumplir con las obligaciones sociales que
aguardaban a las señoritas.
Pero el amor y la pasión son fuerzas
arrolladoras que no entienden de límites ni de obstáculos.
Durante días imaginó mil y una
estrategias, a cada cual más alocada, para evadir el confinamiento, pero
siempre arribaba a la misma conclusión: ¡imposible! Cada nueva idea descartada era
una ilusión que se desvanecía, aniquilando toda esperanza.
Era una noche de invierno. La monja
celadora había apagado las luces y demandado silencio. María de los Ángeles estaba
tendida en la cama, las manos entrelazadas sobre el pecho y los ojos abiertos, rumiando
la hiel de la derrota. De pronto, se incorporó como si hubiese recibido una
descarga eléctrica.
—¿Qué le ocurre señorita Leguizamón
—vociferó la celadora.
—Sentí un cosquilleo en la pierna. Me
asusté, pensé que era un bicho.
—Aquí no hay bichos. ¡Vuelva a acostarse!
María de los Ángeles dejó caer la cabeza
sobre la almohada. Su rostro irradiaba una expresión de feroz regocijo. Inesperadamente,
como un relámpago que disipa las tinieblas, había encontrado la llave que le abriría
las puertas de la prisión. No era nada especial, la tuvo siempre ante sus ojos,
pero nunca imaginó que podría recurrir a ella.
La docilidad ejercía sobre las religiosas
una seducción irresistible; aún las más inflexibles se mostraban complacientes
con las alumnas sumisas, pasando por alto muchas de sus faltas. María de los
Ángeles y sus amigas despreciaban a esas compañeras, y las sometían a
incesantes burlas y escarnios. Las consideraban débiles, cobardes y delatoras,
pero a la vez envidiaban los beneficios que obtenían.
Así pues, se revistió con la máscara de
la mansedumbre, adoptando un comportamiento dócil, disciplinado, humilde. Era
la primera en levantare a las mañanas y después de la siesta; su cama lucía
siempre perfecta con las sábanas bien tensas, como si nadie la hubiese ocupado;
comulgaba a diario; ofrecía su ayuda a las monjas más ancianas; era la primera
en brindarse cuando una docente o una celadora demandaba la colaboración de alguna
alumna. Y si bien no lograba recuperar los conocimientos perdidos, sobresalía
en religión, artes culinarias y protocolo, materias estas a las cuales se les otorgaba
una particular consideración en la formación de las futuras esposas de
militares, diplomáticos o miembros de familias hidalgas. Lo más doloroso fue
soportar mansamente las burlas y el vacío al que la sometieron sus antiguas
compañeras de correrías. Pero su alegría fue sublime cuando la regente anunció su
nombre entre las alumnas designadas para salir el siguiente fin de semana. No
cabía en sí de gozo, aunque no habría podido precisar si por haber consumado su
propósito o más aún, porque, con su astucia, pudo doblegar la severidad del
instituto. La felicidad la desbordaba, no obstante supo conservar la compostura,
manteniéndose imperturbable.
Fue un instante de regodeo interior que
pronto se disipó. ¿Cómo comunicarle la buena
nueva a Juan? «No podré enviarle una carta hasta que salga, pero cuando la
reciba yo ya voy a estar de vuelta aquí dentro... ¡Todo lo que hice no sirvió para
nada!»
El día siguiente, por la mañana muy
temprano, antes de ingresar a clase, acompañó a sor Lucrecia hasta la puerta de
calle para recoger la mercadería que a diario enviaba el verdulero. Era una
religiosa entrada en años a cargo de la cocina, y ayudarla a transportar los
bultos con frutas y verduras era una de las tareas que María de los Ángeles se
había impuesto como parte de su estrategia de seducción. Si no podía reunirse
con Juan, al menos gozaría de dos días fuera de aquellos muros.
De vuelta en la cocina, mientras
acomodaba las bolsas sobre la mesada, vio a la anciana arrimar sus manos al
calor de una hornalla para desentumecerlas. Se acercó a ella y le dijo con voz
doliente:
—Madre, hace mucho frío. No es necesario
que salga a recibir la mercadería, yo puedo hacerlo sola.
La religiosa, conmovida, envolvió con
ambas manos las de María de los Ángeles:
—Que buena eres mi niña, Dios te va a
premiar.
María de los Ángeles bajó la cabeza en un
gesto de manso recogimiento. Ahora, estando a solas con el dependiente que
traía el pedido, podría servirse de él para enviarle una carta a Juan. Pero...,
necesitaba un sobre. No le fue difícil conseguirlo. Esa misma tarde, durante el
recreo, mientras las alumnas jugaban en el patio bajo la atenta vigilancia de las
celadoras, fue al ala del edificio donde se hallaban las oficinas
administrativas; allí le pidió un sobre a una novicia que desempeñaba tareas en
el sector.
—Quiero enviarle una nota a mamá para que
me compre ropa interior nueva —le dijo.
De haberse tratado de cualquier otra
alumna, la joven novicia la habría derivado a la celadora encargada de recibir
las peticiones de las niñas, pero el piadoso y caritativo comportamiento de
María de los Ángeles había conmovido hasta las más altas autoridades del
convento. Cómo oponerse, entonces, a un requerimiento tan intrascendente. La
joven religiosa, sin dudar ni un instante, extrajo un sobre de uno de los
cajones del escritorio al que estaba sentada.
—No le cuentes a nadie —dijo.
—¿Contar? ¿Qué cosa? —Contestó María de
los Ángeles, con mirada cómplice.
Se alejó corriendo hacia el patio para
unirse a sus compañeras. Una de las celadoras sonrió con beneplácito al verla
llegar a la carrera, convencida de que había estado realizando una obra de
bien.
Más tarde, finalizada la jornada de
clases, cuando las alumnas disfrutaban de tiempo libre hasta la hora de la
cena, María de los Ángeles se dirigió a la biblioteca. Allí, en un rincón
solitario, extrajo el sobre de uno de los bolsillos del delantal. Tenía
membrete de la escuela. «¡Excelente!». Entonces se aplicó a escribir la nota
para Juan.
Mi
amor... «No..., va a creer que estoy
rendida a sus pies»... Querido Juan...
«Tampoco. Es vulgar, así empiezan todas las cartas»... Juan... «Mmmm... No...».
Hola.
Me dieron permiso para salir del colegio este fin de semana. El sábado a la
tarde te espero en el lugar de siempre.
Un beso. MdelosA.
Introdujo el papel en el sobre y pasó la
lengua por el engomado de la solapa antes de cerrarlo. Ahora, ¿a dónde
dirigirla?; no conocía la dirección del alojamiento de Juan. Entonces escribió:
Universidad
de Córdoba
Facultad de
Medicina
Sr. Juan
Oliveti
Córdoba
Capital
Córdoba
Esa noche se durmió acunada por la
ensoñación del encuentro.
Muy temprano a la mañana, recibió al dependiente
de la verdulería. Le dijo que sor Lucrecia se había enfermado, por lo tanto, en
lo sucesivo, ella ocuparía su lugar. Sin más, depositó en el suelo, le dio
algunas monedas a modo de propina, como solía hacer la anciana monja, junto con
el sobre, diciendo:
—Tenemos que hacer llegar urgente esta
carta al rector de la facultad de medicina en Córdoba. Ahora nadie puede ir
hasta el correo porque todas las hermanas están ocupadas preparando las clases.
Por eso, la madre superiora le pide encarecidamente si pudiera enviarla. Aquí
tiene el dinero para las estampillas. Le estoy entregando más de lo necesario,
puede quedarse con la diferencia —El joven tenía más o menos la misma edad que
María de los Ángeles, pero ella lo trataba de usted con la intención de
infundir autoridad. Contaba con el respeto y la fidelidad que la congregación
inspiraba sobre la población, para que cumpliera el encargo sin demora. Aún así,
estimó oportuno reafirmar dicha potestad— Escuche bien lo que voy a decirle —agregó
con tono dominante—. ¡Primero! No le cuente a su patrón, porque se va a quedar
con el dinero sobrante de las estampillas que es para usted. ¡Segundo! No se le
ocurra tirar la carta y guardarse la plata. Nos vamos a enterar y el castigo
será terrible —El muchacho esbozó una sonrisa nerviosa—. ¡No se ría! —gruñó
María de los Ángeles—. ¿Cree que la madre superiora es piadosa? ¡Ja! No lo va a
denunciar a la policía, no señor, eso sería generoso de su parte. ¡Va a invocar
a las huestes del innombrable y usted arderá por siempre en los fuegos del
averno! —Dijo esto agitando su dedo índice ante la nariz del repartidor que
asentía reiteradamente sacudiendo la cabeza con ojos espantados.
Y por fin llegó el viernes. Finalizado el
horario de clases, Etelvina retiró a María de los Ángeles del instituto. Esa
noche, sus padres la agasajaron con una cena en el restaurante del hotel más distinguido
de la provincia. Aquello fue casi como una reunión familiar. Mientras
transitaban el lujoso salón, de camino a la mesa asignada, se detenían cada
tanto para saludar e intercambiar unas palabras con un pariente o con una
pareja de amigos; o bien, otorgaban un corto y protocolar saludo a las personas
conocidas, pero ajenas al círculo íntimo. Por supuesto, familiares y amigos
estaban al tanto del mérito obtenido por María de los Ángeles, y sus padres la
exhibían con orgullo. Consciente de ello, la joven respondía con una tímida
sonrisa a las felicitaciones, a la vez que se preguntaba si el premio era la
excusa para exhibirse ante los demás.
La cena transcurrió como de costumbre: un
tercio de relajada concordia, un tercio de discusiones, un tercio de silencio.
Hacia los postres, los primos presentes se juntaron en torno a una mesa que había
quedado desocupada. Entre bromas y chismes, Victoria, la prima mayor del grupo
y ex alumna del instituto, le preguntó a María de los Ángeles:
—Cómo lograste que te dejaran salir?
¿Sobornaste a la superiora?
—¿Nooo! ¿Estás loca? —replicó de
inmediato la interpelada—. ¿Querés que me recluyan en un convento?
—Vamos, te conozco desde que estabas en
la cuna. —Insistió Victoria, ante la mirada mordaz de los otros primos—. No me
vas a decir que de la noche a la mañana te nació la pasión por el estudio... Sé
franca con tus primos queridos, ¿cómo lo lograste?
María
de los Ángeles dudó por unos breves instantes.
—¿Si les cuento guardarán el secreto?
—dijo en voz baja.
—¡Por supuesto!... ¡Somos familia! —dijo
Victoria, paseando una mirada cómplice sobre los presentes.
—Seguro... Seremos una tumba...
—Asintieron varios de ellos.
—No me van a creer... —Comenzó diciendo
María de los Ángeles, y en este punto hizo una pausa, a fin de de crear
expectativa y atraer la atención de su audiencia—. Estaba una mañana en la
clase de matemáticas, de repente comencé a entender todo lo que explicaba la
maestra... No sé como explicarlo, fue como una iluminación —hablaba con la
mirada perdida en las alturas del salón—. Cuando en casa me puse a estudiar,
todo me resultaba fácil... Igual con las otras materias... ¿No les parece
maravilloso? —Dicho esto, bajó la vista y se los quedó mirando con sublime
candor.
Los primos se miraron entre sí,
divertidos, algunos contuvieron la risa en sus carrillos inflados, pero a
Victoria no le causó ninguna gracia.
—¿Te estás burlando de nosotros? —la
interpeló con gesto agrio.
—¡Noo! ¿Por qué pensás eso? ¿No crees que
pueda haber recibido la gracia del conocimiento?
Ni la actriz más consumada, ni Boticelli
o Da Vinci, habrían podido reflejar la luminosa inocencia que en ese momento irradiaba
el rostro de María de los Ángeles.
Y así quedó zanjada la curiosidad de la
parentela.
La mañana del sábado fue interminable.
Merodeó por toda la casa sin propósito alguno. Durante el almuerzo, agradeció a
sus padres la hermosa velada que le habían regalado. Ya en su cuarto, tendida en
la cama de cara a la pared, esperó la habitual inspección de su madre. Después
de oír que volvía a cerrar la puerta, fueron infinitos los minutos durante los
cuales permaneció inmóvil, reprimiendo el impulso de levantarse antes de que
transcurriera un tiempo prudencial. La carcomía la ansiedad. Albergaba un anhelo
y no veía la hora de llevarlo a cabo.
Llegó a la estación más temprano que de
costumbre. Era una tarde clara, el sol de invierno irradiaba un pálido resplandor,
corría una brisa gélida, penetrante, que le aguijoneaba el rostro. Impaciente,
caminaba en círculos con el cuerpo encogido y los brazos cruzados sobre el
pecho, pateando el suelo para calentar sus pies entumecidos: «¿Recibió la carta?... ¿Consiguió pasajes
para viajar?...». Con el correr de los minutos, la ilusión que la había animado
durante los últimos días comenzó a declinar, y se entregó al abatimiento: «Me
olvidó... Hay tantas chicas en la
universidad...»
En eso, percibió a la distancia una silueta
difusa que avanzaba hacia ella. Frunció el entrecejo entornando los ojos.
—¡Juan!
Se secó las lágrimas con la manga del
abrigo y corrió a su encuentro. Él hizo lo propio. Se besaron largamente, entre
risas y palabras ardientes. ¡Qué bien se sentía entre sus brazos! De repente, María
de los Ángeles se separó.
—Vení —le dijo, tomándole la mano.
—¿A dónde vamos? —preguntó él.
—No preguntes —dijo ella con tono terminante.
Mientras caminaban, Juan advirtió un
ligero estremecimiento en la mano que lo aferraba con fuerza.
—¿Tenés frío?
María de los Ángeles negó agitando la
cabeza.
Las casas quedaron atrás; las calles y
las veredas se fundieron en una planicie que se extendía más allá del alcance
la vista. Caminaban de prisa, siguiendo un sendero trazado por la huella de los
carros. Sus pisadas levantaban nubes de tierra que de inmediato se dispersaban
en fugaces remolinos. María de los Ángeles no pensó en sus zapatos. Aquí y
allá, diseminadas como si hubiesen sido sembradas al azar, veían construcciones
vetustas a poco de desmoronarse. Se detuvieron ante una reja de gruesos
barrotes de hierro oxidados que cercaba un extenso terreno yermo. Treinta o
cuarenta metros más allá, se alzaba una casona de aspecto sombrío. Era una
estructura de una sola planta, sóloda como un bloque de granito, en cuyas recias
paredes de piedra había nichos de arco para las puertas y ventanas, también
enrejadas. Leyendas populares sostenían que la habitaban fantasmas del pasado. María
de los Ángeles empujó con determinación el portón en la reja y éste cedió con
un quejido lastimero.
—¿Me vas a decir dónde estamos? —demandó
Juan.
—Sí. Aquí vivió... no sé si mi tátara o bis
abuelo. Era un coronel que combatió contra los españoles. La familia lo
considera el origen de nuestra sangre, por eso conservan esta casa como si
fuese un mausoleo. Mi abuela me trajo una vez para la que la conociera, pero la
miramos desde afuera, ella no quiso entrar y nadie viene a visitarla.
—Quiero suponer que no tendrán el cuerpo
aquí —dijo Juan.
—¡Nooo, tonto! —dijo ella lanzando una
carcajada—. Está en un cementerio de Buenos Aires, Recoleta o algo así.
Los restos de un sendero de piedras los
condujo hasta la entrada principal de la casa: un robusto portón en doble hoja de
añosa madera que estaba cerrado. Lo empujaron, la emprendieron a los golpes,
pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Frustrada, María de los Ángeles
se dio a patearla. Juan reía.
—Tranquila. Un caserón como éste debe
tener una puerta de servicio —le dijo.
En los muros laterales había una larga
sucesión de ventanas con las celosías cerradas, en nichos también enrejados.
—Es como una fortaleza —comentó Juan.
Al llegar a la parte trasera de la casa descubrieron
una puerta metálica, estrecha, de baja altura; no tenía cerradura, en su lugar,
una cadena con candado la mantenía unida al marco de la pared, aunque, por no
haber sido ajustada lo suficiente, con sólo empujarla despejaba un estrecho
espacio. María de los Ángeles, acomodando su cuerpo de perfil, agachada por
debajo de la cadena, logró, con no poco esfuerzo, escurrirse a través de la
abertura. Juan fue tras ella, maldiciendo por el desgarrón que sufrió su camisa
al quedar enganchada en la chapa. Aparecieron ante un patio cuadrado de aspecto
lamentable; estaba cubierto por un manto tupido de matorrales corruptos que surgían
desde el subsuelo, abriéndose paso entre los restos de las baldosas decoradas
que alguna vez lo engalanaron. En el centro había un aljibe, revestido con
azulejos pintados con una alzada en filigranas de hierro forjado que,
llamativamente, habían resistido con dignidad la crueldad depredadora del
tiempo. El inhóspito espacio se extendía al frente, hasta lo que había sido una
galería techada. Allí, se alternaban puertas y ventanas con postigos
entablillados.
Se quedaron mirando con aprensión aquella
abigarrada maraña de ramas y raíces, temerosos de las alimañas que pudiera
cobijar. Era como la última defensa que levantaba la casona para impedir el
ingreso de intrusos.
Al cabo de un momento, María de los
Ángeles empujo a Juan por la espalda.
—Andá adelante, yo te sigo —dijo riendo.
—¿Por qué yo? Vos sos la dueña —replicó
él simulando temor.
—Porque sos valiente. Atendiste a una
coya en la calle —respondió ella con una chispa de malicia.
—Nunca me lo va a perdonar —dijo Juan. Y
parodiando una resignada obediencia, emprendió la travesía.
A poco de andar, un pie de María de los
Ángeles quedó aprisionado entre las malezas. Reclamó la ayuda de Juan con
suplicantes lamentos.
—Las ramas me muerden la pierna.
Juan retrocedió y liberó la extremidad sujetándola
por la pantorrilla. Esto la estremeció como aquella tarde en el centro de la
ciudad. Pero en esta ocasión no fue de vergüenza que se encendió su rostro.
Una vez a salvo en la galería, se miraron
y rompieron a reír, orgullosos por haber conquistado la ciudadela.
Juan abrió una de las puertas sin dificultad
alguna; se hizo a un lado, miró con una sonrisa suficiente a María de los
Ángeles y, cediéndole el paso, dibujó en el aire un amplio arco con su brazo,
como si fuese el pase natural de un torero. Ella, le retribuyó con una
reverencia, tal como le habían enseñado en las clases de protocolo: desplegó
los bordes de la pollera hacia los lados con los brazos extendidos al tiempo
que deslizaba el pie izquierdo por delante del derecho y flexionaba las
rodillas.
Los recibió un penetrante olor a encierro.
El resplandor del sol que ingresaba a través de las tablillas de los postigos, creaba
una lluvia de haces luminosos: espadas centellantes hendiendo la densa niebla
formada por el polvillo blanco en suspensión. El lugar, envuelto en una
claridad fantasmal, ofrecía un aspecto deprimente: techos resquebrajados, a
punto de caer; paredes desnudas, descascaradas, con los ladrillos y la argamasa
al descubierto; pisos de madera corrompida, que crujían a cada paso. Sucesivas
oleadas de la descendencia habían arrasado con muebles, vajilla, adornos,
cuadros, alfombras y todo objeto que, a la vez de engalanar sus viviendas,
representaban una credencial del linaje al cual pertenecían.
María de los Ángeles contemplaba ese
panorama decrépito con una profunda tristeza. Había abrigado la ilusión de que
la casa conservaría el encanto de los relatos de la abuela. Juan, en tanto, aprovechando
el ensimismamiento de María de los Ángeles se escabulló al patio y retornó sigilosamente
por otra puerta, a espaldas de ella; le rodeó la cintura con sus brazos,
levantándola en vilo, mientras exclamaba con voz lúgubre:
—¡Sinvergüenzas, cómo se atreven a
interrumpir mi descanso!
María de los Ángeles gritó, estremecida
por el susto, mientras pataleaba en el aire protestando para que la soltara. Cuando
Juan la depositó en el suelo, se volvió lanzándole manotazos, como si estuviera
espantando un insecto.
—¡Tarado, me asustaste!
Pero enseguida se lanzó a correr hacia los
otros cuartos por las puertas que los comunicaban; reía y emitía agudos
chillidos de júbilo, y Juan la perseguía de cerca, produciendo extraños y tenebrosos
sonidos. De repente, cesaron las risas. Ambos se quedaron mudos, inmóviles, ante
una de las habitaciones. Había allí una robusta cama con respaldo en bruñida
madera de nogal artísticamente labrada, sobre ella, un colchón desvencijado con
el relleno asomando por las costuras de la funda.
Sucedió de manera espontánea: los cuerpos
ardientes se fundieron en uno. El dolor en María de los Ángeles pronto devino
en sensaciones tan dulces, tan completas, tan abarcadoras, como nunca hubiese
imaginado experimentar; el miedo se desvaneció y todo su ser se elevó a un
estado de éxtasis: Juan, el recio camastro, el colchón decrépito, la casona, la
familia..., el universo entero, se fundieron en la exaltación de sus sentidos.
Fue María de los Ángeles quien rompió el
silencio.
—¡Dios, se hizo tardísimo!, tenemos que volver
—dijo susurrando, con voz ahogada.
La despedida fue dolorosa.
—No estés triste —dijo Juan estrechándola
contra su cuerpo— Un mes pasa volando.
—Sí pero..., no es seguro que pueda
volver a salir, estoy atada a la voluntad de las monjas. Además, tampoco sé si
pueda enviarte otra carta —dijo ella con la cabeza apoyada en el pecho de su
amante, el rostro bañado en lágrimas.
Él le alzó el rostro, tomándole
delicadamente el mentón.
—No te preocupes, si no es el próximo mes
será el siguiente..., o el otro; yo voy a estar aquí esperándote —dijo
mirándola fijo a los ojos.
María
de los Ángeles se alejó con el ánimo colmado de confianza y determinación,
pero, sobre todo, henchida por la intensa satisfacción de saberse dueña de los
sentimientos de Juan. Era como poseerlo; era de su exclusiva propiedad.
Con el correr de los días la sumisión de
María de los Ángeles se hizo más pertinaz. En cierta ocasión, cuando estuvo a
solas con la profesora de religión, le preguntó como había hecho para tomar los
hábitos, sabiendo que su inquietud llegaría a oídos de la Madre Superiora. Y así
fue como, mes a mes, su nombre figuró en la nómina de las alumnas que recibían
la dispensa para salir el fin de semana.
Una tarde María de los Ángeles le dijo a
Juan:
—Estuve pensando que a la noche
tendríamos más tiempo para estar juntos...
— ¡¿A la noche?! ¿Estás segura? Si te
descubren no quiero imaginar lo que puedan hacer...
—No sería peor que si lo hacen ahora. Al
contrario, creo que es más seguro. La servidumbre no se levantan nunca antes de
las seis o seis y media, y mis padres más tarde: mamá toma pastillas para
dormir y papá whisky —Juan ahogó un carcajada—. Etelevina me despierta recién a
eso de las ocho para desayunar; después vamos a misa...
—¿Etelvina? —inquirió Juan.
—La mujer que me cuida desde que era
chiquita —dijo María de los Ángeles con naturalidad—. Pero los sábados a la
noche mis padres salen u organizan reuniones en la casa; no sé a que hora se
acuestan... Tendría que ser los viernes y los domingos. ¿Te gusta la idea?
—¡Cómo no me va a gustar! Yo le puedo
pedir el coche a mi viejo y te espero en una esquina cerca de tu casa. Me va a
preguntar por qué ahora viajo todos los meses, pero ya voy a encontrar una
excusa.
Se abrazaron y besaron felices.
Un mes después, cuando estrenaron su
primera noche juntos, Juan llevó una estufa, una lámpara a kerosene y una
escoba, que había escamoteado del depósito de la ferretería. María de los
Ángeles llegó con un juego de sábanas, una manta tejida en pelo de llama, que
se agenció del cuartito donde se almacena la ropa de cama, y una botella de
champagne que sustrajo de la cava de su padre.
Desde entonces, las noches de los
primeros viernes y domingos de cada mes los recios muros de la vieja casona
cobijaron dos cuerpos palpitantes sobre el vetusto colchón, cubiertos por la
manta de pelo de llama.
Meses más tarde, Juan, con su título bajo
el brazo, pasó a desempeñarse como médico residente en el hospital de la ciudad.
María de los Ángeles, finalizado el ciclo escolar, volvió a la casa durante el
periodo de vacaciones. «¡Un mes y medio de noches para mí!». ¡Era la gloria!
‘Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale
tus planes’, reza un proverbio popular. Fue en el transcurso de una cena. María
de los Ángeles comía abstraída en sus pensamientos. La conversación que
mantenían sus padres era como un ruido de fondo al cual no prestaba ninguna
atención. De repente su madre le dijo:
—Tu padre tiene algo que decirte.
María de los Ángeles palideció. «¡Dios,
no...!»
El padre la miró con gesto adusto, pero
de inmediato, esbozando una amplia sonrisa, le comentó que junto a su madre
había decidido premiar su desempeño en la escuela con un viaje a Europa. Dos
meses recorriendo París, Roma, Madrid, Ámsterdam. Sucedieron unos pocos segundos
durante los cuales la escena se congeló: el padre y la madre, sonreían con los
ojos clavados en su hija, María de los Ángeles impasible, no levantaba la vista
del plato, hasta que abandonó la silla de un salto y se lanzó a abrazar a sus
progenitores.
—Gracias..., gracias —repetía con voz
ahogada—. Voy a contarles a las chicas —añadió antes de alejarse corriendo del
comedor.
—Terminá de comer —reclamó el padre.
—Dejala —dijo su esposa—. ¿Viste como se
quedó? Paralizada, no lo podía creer. Fue una buena idea.
El hombre asintió.
María de los Ángeles se encerró en el
cuarto de baño. «¡No, no, no...No es un premio, es un castigo!... ¡Un castigo
de Dios!...».
Dos noches después, cuando entre sollozos
le dio la noticia a Juan, él la abrazó con fuerza, sin pronunciar palabra
alguna. Su silencio era tan elocuente como las lágrimas de su amada.
Fueron días vertiginosos en la
residencia. Las criadas corrían de un lado al otro, ocupadas en los arreglos
del viaje. María de los Ángeles, en cambio, se movía con desgano, indiferente a
los reclamos de Etelvina que la perseguía azuzándola como a un caballo cansado
que se resiste a continuar marchando.
—Apúrese niña; llegaremos tarde a la
prueba en lo de la modista, y si no termina los vestidos a tiempo su madre se
va a enojar... ¿Qué le pasa niña? ¿No está contenta con el regalo que le
hicieron sus padres?... ¡Qué no daría yo por hacer un viaje como ese!
—Sí que estoy contenta —se apresuró a
responder María de los Ángeles—. Es que no entiendo todos estos preparativos.
Mamá me dijo que me compraría ropa nueva en París.
—Sí, pero hasta que llegan a París su
mamá quiere que se vea muy bonita.
—Siempre soy muy bonita...
Tres días antes de la fecha prevista para
la partida, Etelvina despertó a María de los Ángeles a la hora de siempre, y enseguida
se retiró rápidamente, sin ayudarla a vestirse, como solía acostumbrar. María
de los Ángeles, soñolienta, se incorporó sobre los codos. Sorprendida por la
actitud de la criada, permaneció en esa posición mirando la puerta cerrada: Tras
algunos minutos, se encogió de hombros y dejó caer nuevamente la cabeza sobre
la almohada.
La abrumaba una profunda tristeza. Esa
era la última noche que compartiría con Juan hasta vaya a saber cuándo. Apenas
regresaran de Europa la esperaba nuevamente al internado; de hecho su madre
había solicitado una excepción para que pudiera incorporarse dos semanas más
tarde de iniciadas las clases. Y precisamente esa concesión podría motivar que
no volvieran a otorgarle el privilegio de las salidas.
—¡Todavía en la cama! —exclamó Etelvina
al ingresar al cuarto—. Vamos, arriba... Se enfría el desayuno —dijo, mientras
le quitaba el camisón y le alcanzaba las prendas que había elegido para ese día.
Al salir del cuarto, el silencio imperante
en la casa, tan distinto al vértigo de los días previos, atrajo su atención. En
el comedor, estaba solamente su madre sentada a la mesa ante una taza vacía junto
a los restos del desayuno. Tenía el semblante adusto. María de los Ángeles
ocupó su logar.
—¿Papá? —preguntó.
—No sé —fue la seca respuesta.
—¿Pasó algo? —volvió a indagar la hija.
—Preguntale a él —dicho lo cual, la madre
se levantó con cierta violencia y abandonó la habitación.
«¡Me descubrieron!... No. Etelvina me
habría prevenido... Seguro se pelearon otra vez... Pero..., ¿qué tengo que
preguntarle a papá?»
Hacia el
El escritorio era un cuarto situado a los
fondos de la casona, vedado a todos los habitantes de la vivienda si Don
Leguizamón no estaba presente.
De pie, ante la puerta de aquel santuario,
un sudor gélido empapaba el cuerpo de María de los Ángeles. Entró con paso
vacilante, como un condenado rumbo al cadalso. La penumbra envolvía el lugar. El
padre ocupaba el sillón de respaldar alto tras un robusto escritorio; la
lámpara, en uno de los extremos del mueble, proyectaba sobre su rostro un
resplandor amarillento. María de los Ángeles se detuvo en medio de la
habitación, fuera del círculo luminoso que irradiaba la luminaria; así suponía
estar más protegida. El padre le pidió que tomara asiento en una de las butacas
dispuestas ante el escritorio. Ella lo hizo apenas en el borde del mueble; el
cuerpo rígido, los pies juntos, las manos sobre la falda. Sus ojos saltaban de
un lado a otros del recinto: temía depositar la vista en su padre. A
hurtadillas lo vio entrelazar las manos sobre el escritorio, la miraba con
cierta congoja, no con la dureza que ella había presagiado. Por algunos
segundos permaneció en silencio, como si estuviese eligiendo las palabras para
expresarse. De repente, después de un largo suspiro, le comunicó que debían
posponer el viaje a Europa.
—Se avecinan días decisivos en el país que
requieren mi presencia —dijo con gesto adusto—. No estás en edad de comprender,
pero está en juego el destino de la nación, y los Leguizamón nunca hemos
desoído el llamado de la patria.
María de los Ángeles no entendía qué le
estaba diciendo, tampoco le importaba. El anuncio colmaba todas sus ambiciones;
no necesitaba saber más. Al igual que había reprimido su desagrado durante
aquella cena cuando le comunicaron la noticia del viaje, ahora ahogó un grito
de júbilo. Permaneció impasible, aprisionando con fuerza la tela del vestido.
—Pero... — dijo, no porque intentara
torcer la voluntad de su padre o exponer su decepción, sino porque sabía que se
esperaba una reacción de su parte. Y no se equivocaba.
—Ningún pero... —la interrumpió el padre
de inmediato—. Te he dicho que surgieron obligaciones ineludibles... Lo lamento,
tendremos que dejarlo para más adelante.
María de los Ángeles salió del estudio.
«Debe ser algo serio...». Los últimos días había advertido cierta tensión en el
clima familiar, tensión que atribuyó a la inminencia del viaje. Pero ahora,
después de los dichos de los dichos de su padre, evocó reuniones nocturnas en
el despacho con sus tíos, incluido el militar vestido de civil, el obispo y
otros personajes que no conocía, debido a las cuales debió faltar a su cita con
Juan. También, haber escuchado en la radio algo sobre revueltas en Buenos
Aires. «¿La familia está metida en ese lío?... Bah, cosa de ellos». En ese
momento, nada era más importante que llamar por teléfono a Juan para anunciarle
la noticia.
La vida se adueñó de la casona: dos
jóvenes, desnudos, iban de un lado al otro, alborotando la quietud del lugar
con sus risas y gritos. Ante su presencia, las ratas escapaban al interior de las
madrigueras, las alimañas desaparecían entre las grietas de las paredes o se
escurrían entre las tablas de los pisos; la atmósfera se tornó amable,
endulzada con el aroma de las flores que María de los Ángeles recolectaba en
los jardines de su barrio. Las noches de cielo despejado, cuando la luna
irradiaba su más apasionado fulgor, y las estrellas titilaban en un mar de
oscuridad, subían a la terraza. Allí, tendidos sobre la manta de pelo de llama,
tomados de la mano, se quedaban contemplando en silencio aquella inmensidad,
sumidos en una especie de ensoñación. El brillo de la luna vestía de plata los
cuerpos desnudos.
Una nueva sensación nació en María de los
Ángeles: poderosa, profunda, distinta de la que experimentara en las noches de
pasión; una exaltación de los sentidos. El mundo adquirió un colorido hasta
entonces oculto; todo le parecía prodigioso. La vida le sonreía. Había
descubierto la sensación de la libertad.
María de los Ángeles atesoraba
celosamente esa fogosidad interior, conservando el comportamiento que todos en
su entorno esperaban de ella: recatada, distante, complaciente, respetuosa a
pie puntilla de los preceptos aleccionados desde su infancia. Pero en las
noches, amparada por los muros de la vieja casona, renacía como el Ave Fénix la
María de los Ángeles eufórica, apasionada, impertinente.
Sin embargo, la naturaleza, caprichosa e
inexorable, que obedece sólo a sus propias leyes y no sabe de máscaras ni de
fingimientos, hizo su trabajo. Floreció así, una María de los Ángeles radiante:
su piel lucía tersa, con una tonalidad sonrosada; los rasgos en su rostro se
dulcificaron; la mirada era serena, limpia y luminosa, con una chispa de
sensualidad; se redondearon las líneas de sus caderas y de sus pechos; las
prendas, ahora, se ajustaban a su cuerpo, resaltando las formas; su andar se
hizo flexible, ondulante. La madre atribuyó esos cambios al desarrollo natural
de la edad. ‘Se está convirtiendo en una señorita’, comentaba con sus amigas durante
el té de las tardes. Solamente Etelvina intuyó la realidad, pero tuvo el
cuidado de guardarla para sí.
Ocurrió una noche. Estaban tendidos en el
camastro, envueltos en la manta tejida en pelo de llama, prodigándose caricias
y besos, cuando Juan le propuso matrimonio. Ella se estremeció, y, como
aturdida, cayó en un oscuro y prolongado silencio. Juan la miraba expectante,
esperando una respuesta que había imaginado apasionada, con alguna lágrima de
felicidad asomando en sus ojos. Pero esa esperanza pronto fue languideciendo, y
una sombra acongojada nubló su semblante. María de los Ángeles permanecía
inmóvil, inexpresiva, con la mirada perdida en el vacío. De repente, se
desprendió de los brazos que la rodeaban, recogió la manta y sus prendas, y,
sin pronunciar palabra alguna, salió corriendo de la habitación. Atónito, Juan
intentó detenerla:
—¡¿A dónde vas?!... ¡Esperame!...—alcanzó
a decir antes de que la tragara la oscuridad.
Entró a la casa corriendo, sin tomar
ningún recaudo. Fue directo a su habitación, se arrojó sobre la cama, y, hundiendo
la cabeza en la almohada, rompió en un llanto desconsolado. «¡Estábamos tan
bien!... Habíamos creado un hogar
propio... ¿Por qué tuvo que destruirlo?... ¿Casarnos?... ¿Convertirme en una
Leguizamón de Olivetti?... La familia no lo permitiría... Se avergonzarían de
mí. Sufriría el escarnio de todos... Me convertiría en una paria... Y nuestros
hijos... Serían como bastardos... Él tendría que haberlo sabido... Si me amara
no me lo hubiese propuesto...».
En la mañana, Etelvina la encontró
durmiendo vestida, abrazada a la manta.
—¿Qué le ha pasado niña?...
—Este..., no sé: Me sentía mal, me
recosté y me quedé dormida...
La mujer posó su mano sobre la frente de
María de los Ángeles.
—Mi pobre niña —dijo con tristeza Su
mirada revelaba comprensión. María de los Ángeles se sonrojó— Bueno, lávese la
cara y cámbiese la ropa antes de ir a desayunar... Que su padre no se entere
porque va arder Troya.
La vida en el hogar de los Leguizamón transcurría
tutelada por una apacible monotonía. Disfrutaban de la seguridad que les
otorgaba la rutina. Uno tras otro los días se deslizaban en una especie de
inercia intrascendente, anodina. Todo estaba prolijamente ordenado bajo la mirada
alerta de la madre.
María de los Ángeles sentía un inmenso
vacío en su interior; añoraba las noches en la vieja casona. No era a Juan a
quién evocaba, lo había cancelado en sus sentimientos, eran las noches en las
que, cobijada por la luna y las estrellas, se embriagaba con el néctar de la
libertad. Entonces comprendió que los muros del internado y de su hogar regirían
en ella toda su existencia.
Aquella plácida quietud pronto comenzó a desmoronarse;
un asunto desvelaba a los mayores de la familia: la soltería de María de los
Ángeles. Madre, padre, abuelas, tías, no cesaban de increparle su tozudez por
negarse a formalizar una pareja, contraer matrimonio, transmitir el linaje
familiar a su descendencia. Organizaban cenas, recepciones o jineteadas en los
campos de su propiedad, con las familias
más distinguidas de la sociedad local y de provincias vecinas, particularmente aquellas
que contaban con hombres solteros en su seno. Realizaron múltiples viajes al
exterior con la esperanza de que algún miembro de una ilustre familia europea
encandilara los ojos de su hija. Después de todo, las muchachas de la
aristocracia argentina eran una presa codiciada por la antigua nobleza devenida
a menos, y un título de condesa, duquesa o marquesa, aún cuando hubiera que
sufragar su manutención, era satisfactorio para engalanar el apellido. Pero
ella se había tornado en un ser inaccesible.
María de los Ángeles no descollaba por su
belleza, sin embargo, cautivaba con su porte distinguido impresionado de cierto
aire melancólico, una conversación amena e ingeniosa y una presencia que irradiaba
una sensualidad desafiante; atributos estos que, perfeccionados por el poder
económico que detentaba su familia, ejercían una atracción inusitada entre
jóvenes y hombres maduros que frecuentaban dichas veladas. María de los Ángeles
disfrutaba del juego: ella, la presa, en medio de una manada de lobos presumidos
y ambiciosos, desplegaba un exquisito talento para satisfacer los oídos de su
interlocutor, a la vez que rechazaba con gracia los lances amorosos, sin herir
el amor propio del pretendiente de turno.
Con el tiempo, perdida toda esperanza de
doblegar su intransigencia, la familia, resignada, olvidó el tema.
Tras los sucesivos fallecimientos de los
patriarcas, las nuevas generaciones se ensañaron unos contra otros por los
bienes de la herencia. El resultado de aquellas despiadadas disputas fue el
desmembramiento de las propiedades para satisfacer las ambiciones de los
cuantiosos descendientes. El clan familiar, otrora unido bajo la férrea
autoridad de los mayores, se fue disgregando. Algunos permanecieron en Salta,
hubo quienes se mudaron a otras provincias o emigraron a otros países. María de los Ángeles y sus padres se radicaron
en un departamento que ocupaba todo un piso de un antiguo, aunque señorial,
edificio sobre la avenida Santa Fe, en el barrio de Palermo de la Ciudad de
Buenos Aires; propiedad que obtuvieron en la partición de los bienes heredados,
además de una fracción de las tierras destinadas a la producción agropecuaria,
parte de las joyas, mobiliario y diversas obres de arte.
Pronto se adaptaron al ritmo de la gran
ciudad. El linaje de un apellido que no era desconocido por la oligarquía citadina,
les abrió las puertas de los círculos más exclusivos de la sociedad porteña.
María de los Ángeles no demoró en forjar nuevas amistades y regodearse, sin
inhibiciones, con los aires más libres de la Capital. Fueron años amables con
los Leguizamón, hasta que las sucesivas crisis que asolaron el país, el
descuido de la actividad comercial, depositada en manos de inescrupulosos
administradores, y un opulento estilo de vida que se obstinaban en conservar, consumieron,
poco a poco, la pequeña fortuna heredada. Solo pudieron salvar de la catástrofe
la propiedad de Palermo.
* * *
El evento fue languideciendo. Hacia las
nueve de la noche ya no quedaban más que unos pocos amigos personales del
artista y allegados a la dueña de la galería. Los camareros desaparecieron
junto con los sándwiches, canapés, bocadillos dulces, bombones... y el
champagne. María de los Ángeles, con la compostura que la distinguió a lo largo
de la gala, se encaminó hacia la salida. Al llegar a la puerta, uno de los
hombres del servicio le entregó ceremoniosamente una bolsa de cartulina negra
brillante con el nombre de una marca exclusiva de ropa, impreso en letras
doradas. Ella la tomó, y, sin detenerse, le otorgó una ligera inclinación de la
cabeza.
Con paso menudo, rengueando nuevamente, emprendió
el regreso al edificio de la avenida Santa Fe por el mismo camino que había
transitado para llegar a la exposición. Esta vez, el trayecto resultó más
penoso. Las dos horas durante las cuales había permanecido de pie, fueron
fatales para sus piernas y su cadera. La renguera era ahora más pronunciada.
Avanzaba con el cuerpo arqueado hacia delante, como agobiada por una pesada
carga que a duras penas podía soportar. Cada par de cuadras hacía un alto para reponerse
del cansancio y el dolor.
Después de abrir la puerta del departamento,
se quedó unos segundos apoyada con una mano sobre el marco, recobrando el
aliento. El interior estaba sumido en una lúgubre oscuridad apenas mitigada por
el pálido resplandor que ingresaba desde la calle. Sorteó con habilidad los
escasos muebles diseminados por la amplia sala: un vajillero vacío, tres sillas
y una pequeña mesa baja, estilo Luís XV. Las paredes, de un incierto color corrompido
por el tiempo, presentaban formas cuadradas y rectangulares en un tono más
claro, evocando los cuadros que alguna vez las engalanaron. Ya en el dormitorio,
se quitó el tapado, al que colgó de una percha con suma delicadeza antes de
guardarlo en el ropero; hizo lo propio con el vestido; luego, se desprendió la
peluca que depositó en una caja: una rala cabellera encanecida se derramó sobre
sus hombros. Vistió un batón raído; guardó los zapatos en el piso del armario y
se calzó un par de pantuflas deshilachadas. Recién entonces se sentó sobre la
cama, recostando su espalda contra la bruñida cabecera en madera de nogal
finamente labrada. Aspiró profundo, exhalando el aire con un débil ronquido de
alivio.
Una sombra se desperezó lánguidamente en
un extremo del lecho. Sus ojos centelleaban en la penumbra.
—Hola, lamento llegar tarde, pero no me
fue fácil el camino de regreso —dijo María de los Ángeles en tanto encendía una
vela afirmada con su misma cera a un plato que descansaba sobre la mesa de luz.
La sombra fue a tenderse al lado de María de los Ángeles. Ella lo acarició con
ternura.
—¿Cómo ha sido tu día? —preguntó mientras
tomaba la bolsa que le había entregado el camarero.
Extrajo de su interior tres bandejas
descartables colmadas con sándwiches, canapés salados y bocaditos dulces. Eligió
un par de los sándwiches y los desmenuzó en pequeños trozos que fue esparciendo
sobre la manta.
—Te separé los de salmón, porque son tus
preferidos. Además se descomponen más rápido... Yo estoy satisfecha, ya comí en
la muestra —Dijo volviendo a guardar las bandejas en la bolsa—. Con esto
tendremos suficiente hasta la próxima vernissage
—comentó mientras la depositaba en el suelo, junto a la cama. Se quitó la
bata, después las prendas íntimas; se cubrió con la manta tejida en pelo de
llama y, mientras acariciaba el cuerpo a su lado, se quedó dormida.
FIN
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