¿SENSIBILIDAD O HIPOCRESÍA?
Décadas
atrás, carros tirados por caballos transportando distintos tipos de carga, formaban
parte del escenario cotidiano en la Ciudad de Buenos Aires.
Después de
cuantiosas campañas llevadas a cabo por organizaciones no gubernamentales en
contra del maltrato animal, se prohibió la tracción a sangre en los principales
centros urbanos del país, entre ellos, obviamente, CABA.
Aquel
escenario, intrascendente para los habitantes de la época, hoy generaría el
repudio airado, cuando no reacciones violentas, por parte de la burguesía
citadina.
A primera
vista, esta actitud podría interpretarse como la expresión de una sociedad
sensible, cuyos valores humanitarios han prevalecido sobre una práctica, otrora
considerada natural, en la que el ser humano se erige como la especie dominante
por sobre todas las demás que habitan el planeta. Una sociedad que, ahora, podría
proclamar con orgullo: «¡hemos evolucionado para
mejor!».
Pero... ¿es realmente así? Permítanme no suscribir tan a la ligera esta afirmación. Se dice que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Y es que, ¿realmente somos mejores? ¿Mejores que quién? ¿Mejores que nuestros antecesores, porque ellos, seres desalmados, se valían del caballo para impulsar sus carros, aún cuando los vehículos motorizados ya colmaban nuestras calles? ¿Eran, por ello, peores personas que las que las del presente?
En esos tiempos, el ‘botellero’, un hombre conduciendo
un carro ‘tirado por un caballo’, recorría las calles de la Ciudad anunciando a
voz en cuello: ¡Botillieeee-ro!, ¡Botillieeee-ro!... Su actividad consistía en
recolectar, entre otros trastos (metales, partes de muebles viejos, vajilla,
etcétera) los envases de vidrio vacíos (el plástico no tenía la presencia de
nuestros días) que se desechaban en los hogares. Podríamos asimilarlo al actual
“reciclador o recuperador urbano”, eufemismo políticamente correcto para el coloquialmente
conocido como cartonero.
Hoy, los
habitantes de Buenos Aires ven transitar a estos hombres de a pie arrastrando
un carro, con la misma indiferencia y naturalidad que los vecinos de antaño otorgaban
al botellero.[1]
Estos
recuperadores urbanos, varones o mujeres, solos o en parejas, a veces
acompañados por uno o dos pequeños corriendo a su lado, porque seguramente no
tienen la posibilidad de dejarlos al cuidado de otra persona, recorren las
calles arrastrando sus carros con temperaturas que rondan los 40ºC o los 4ºC y
aún menos, con sol o bajo la lluvia;
Entonces me
pregunto: ¿Por qué una sociedad se compadece con los nobles cuadrúpedos pero muestra
una total indiferencia hacia esas nobles bestias bípedas, realizando la misma
tarea que aquellos? ¿Por qué si las calles de Buenos Aires están vedadas para
los carros tirados por caballos, burros, mulas, bueyes o los cisnes de la
carroza de Venus, los humanos quedan excluidos de esta prohibición? Resulta llamativo
que ninguna asociación civil o fundación haya iniciado una entusiasta campaña
bajo el slogan: ‘Los seres humanos también somos animales y merecemos las
mismas consideraciones’. Así pues, ¿cuánto hay de moda, hipocresía y
sobreactuación en las teatrales muestras de sensibilidad?
Escuché argumentar:
los caballos no tienen la posibilidad de elegir, el hombre sí.
¿Enserio?
¿Acaso suponen que un hombre o mujer tira de un carro a lo largo de incontables
cuadras, bajo condiciones climáticas desfavorables, por unos pocos pesos al
final del día, habiendo podido elegir entre otras posibilidades laborales? Posiblemente
se refieren a la elección entre tirar del carro cargado y comer, o hacer dieta
de abstinencia de hidratos de carbono, frutas, verduras, arroz, legumbres y
demás platillos que suelen servir de alimento. Brillante alternativa, sobre la
cuál considero que no merece comentario alguno.
¿Qué hacer,
entonces? ¿Prohibir la actividad de los cartoneros? ¡Por supuesto que no!
Enfáticamente ¡no! Desempeñan una labor
que contribuye a la economía circular (economía del reciclado) y,
consecuentemente, a la preservación del medio ambiente, pero, por sobre todo,
porque jamás propondría quitarle la fuente de sustento a un individuo o a una
familia; lo cuál, a mi entender sería un acto no sólo inhumano, sino también profundamente
inmoral.
Existe una
solución sumamente simple, que no entiendo por qué las autoridades
correspondientes aún no la han implementado. El Gobierno de la Ciudad, que reconoce
oficialmente la actividad de los recuperadores[2],
debería proveer a cada uno de ellos (en usufructo, comodato u otro mecanismo
apropiado), un rodado eléctrico (bicicleta, carrito -similar a los utilizados
en los campos de golf-, etcétera) con el cual remolcar la carga. Se trataría de
una medida humanitaria que no afectaría sensiblemente las arcas de la Ciudad, al
mismo tiempo que haría más eficiente la tarea de recolección, para deleite de
los paladines de la eficiencia por sobre toda otra consideración humana.
Ah, por
cierto, no vendría nada mal una Sociedad Protectora de Seres Humanos.
[1] Según el portal microjuris.com, “Se entiende por tracción a sangre (o T.A.S) como el acto y la consecuencia de tirar de una cosa con el objetivo de desplazarla o de conseguir que se mueva. Se considera entonces que T.A.S, consiste en el uso de un «cuerpo biológico» – sea un animal humano o no humano – para arrastrar un carro u otro dispositivo y transportar carga con el empleo de su propia fuerza”.
[2] Ley Nª 992 promulgada por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: decláranse ‘servicios públicos’ a los servicios de higiene urbana de la C.A.B.A. Incorpórase en esta categoría a los recuperadores de residuos reciclables. Créase el Registro de Recuperadores y de Cooperativas de Pequeñas y Medianas Empresas.
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