lunes, 16 de septiembre de 2024

Una cuestión moral

 



Aún cuando los actos de los hombres pueden estar provocados por diversos motivos: políticos, culturales, comerciales, religiosos, tradición, costumbres, entre tantos otros, poseen una cualidad común: su calidad moral[1]. Claro que en estos tiempos posmodernos de un individualismo insensible, se podría afirmar, sin temor a equivocarnos, que la moral ha pasado de moda.

Sin embargo, asistimos a situaciones sobre las cuales no cabe otro calificativo que inmorales. Así, es inmoral no socorrer a los desposeídos y marginados mientras se otorgan prebendas a los poderosos; es inmoral someter a las fuerzas del mercado el acceso a medicamentos de quienes padecen enfermedades graves o terminales; es inmoral almacenar millones de toneladas de alimentos, muchos de ellos próximos a vencer, y no se los distribuye entre los más necesitados, particularmente niños; es inmoral que más de un millón de niños se van dormir sin cenar[2], y no adoptar medidas para paliar esta situación; es inmoral...

 Hubo tiempos en que medidas de tal tenor eran revestidas de una retórica complaciente, fecunda en excusas, o directamente se las ocultaba; hoy, se las expone con total desparpajo e impudicia, incluso con orgullo por los resultados, considerados un mérito de la gestión. Si a ello le sumamos una sociedad sobreadaptada[3], pues bien..., bienvenidos a la tierra de los inmorales.

 



[1] Según la RAE: Perteneciente o relativo a las acciones de las personas, desde el punto de vista de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo, colectiva. También: Conforme con las normas que una persona tiene del bien y del mal.

[2] Encuesta de UNICEF

[3] Sobreadaptació RAE: Dicho de una persona: Acomodarse, avenirse a diversas circunstancias, condiciones, etc. [aún cuando esas condiciones lo perjudiquen]

sábado, 14 de septiembre de 2024

LA MANTA DE PELO DE LLAMA (cuento)

Anochecía. Una lúgubre penumbra pesaba sobre la aristocrática calle Arroyo. Las luces del alumbrado público apenas lograban filtrarse entre el follaje de los árboles alineados en las veredas. Las sombras bailaban en las fachadas de los edificios al compás de una gélida brisa. María de los Ángeles Leguizamón apareció de repente, como si una porción de aquella oscuridad se hubiese corporizado. Era de contextura menuda, extremadamente delgada y de apariencia frágil; su cara, de mejillas hundidas y pómulos pronunciados, lucía maquillada en exceso con un rubor oscuro que acentuaba sus facciones angulosas; la boca, contraída, de finos labios rojos con las comisuras caídas, insinuaba una velada arrogancia. Vestía un abrigo negro, largo hasta los tobillos con amplio cuello en piel de zorro, prenda que, si bien lucía anticuada, conservaba la prestancia propia de haber sido confeccionada por manos expertas con el más fino casimir. Rengueaba de la pierna izquierda. Había caminado más de una decena de cuadras, y la cadera y las pantorrillas le dolían horrores. Animada más por la voluntad que por sus fuerzas, recorrió el último tramo que la separaba de su destino. Metros por delante, allí donde la calle describe una curva, el resplandor que proyectaba la galería de arte guiaba sus pasos. Se detuvo en el círculo luminoso ante la entrada; sabía que necesitaba un par de minutos de reposo para calmar el dolor. Empleó el tiempo en retocar con suaves palmadas la cabellera azabache, corta y ensortijada, y alisar imaginarios pliegues sobre el abrigo. Al cabo, ya repuesta, empinó la cabeza, echó los hombros hacia atrás, y entró.

De un vistazo comprobó con satisfacción la ausencia de público, solo estaban presentes el pintor junto a la curadora de la muestra, dialogando ante una de las obras, y cuatro camareros aburridos, recostados contra la pared del fondo. Había llegado temprano, tal como fuera su intención.