EMPRENDIMIENTO
CRÓNICAS DE LA CIUDAD
La vi por primera vez hace ya largos
años.
Era una mujer de edad dudosa; tanto daba
afirmar que cursaba los treinta como los cincuenta. Alta, flaca, sin garbo
alguno, su pelo negro y corto, peinado hacia atrás, lucía opaco y descuidado. El
rostro afilado, con las mejillas hundidas y pómulos salientes, era como una
máscara que no expresaba emoción alguna. Sus labios, fuertemente apretados,
dibujaban una fina línea casi imperceptible, y dos profundos surcos se
deslizaban desde las aletas nasales hasta la comisura de la boca, como si
hubiesen sido tallados sobre la piel curtida de un tono terroso. Sólo sus ojos
delataban alguna emoción: negros, de mirada intensa, desafiantes, saltaban en
sus órbitas de un lado a otro, atentos a cuánto sucedía en su derredor, como un
ave de rapiña rastreando una presa. Enfundada en un abrigo marrón arratonado,
largo hasta casi los tobillos, parecía una figura de terracota que había
cobrado vida. Así y todo, su presencia irradiaba una cierta dignidad
Sostenía alzada, con su brazo izquierdo,
una criatura de tal vez uno o dos años, a contar por su tamaño, que permanecía
inmóvil con los brazos laxos, cayendo a los costados, y la cabeza posada sobre
el hombro de la mujer, lo cual me hizo suponer que estaba dormida. En la mano
derecha llevaba dos hojas de papel blanco, como las de un block de notas; (más
tarde descubrí que se trataban de recetas médicas).
Caminaba erguida, con pasos cortos y
rápidos, entre las mesas dispuestas en la vereda de La Biela, allí donde
señorea el gomero. exponiendo, ante los ojos de sus ocupantes, las dos hojas de
papel. No pronunciaba una sola palabra, no realizaba ningún gesto, nada más los
miraba, a la espera de una respuesta. Pero no era una mirada mansa, dócil, y mucho
menos implorante, no señor, era una mirada intensa, imperativa, desafiante,
como diciendo: “No te atrevas a rechazarme”. Por su parte, la mayoría de los interpelados,
sorprendidos por la intempestiva aparición, apenas si le destinaban un segundo
de atención para de inmediato volver a ensimismarse en sus conversaciones; unos
pocos depositaban la mirada en los papeles, pero enseguida la despedían moviendo
la cabeza en un gesto de negación. Y así, de mes en mesa. Sin embargo, su
esfuerzo no era en vano; la obcecada persistencia con la que se abocaba a la
tarea solía rendir sus frutos. De tanto en tanto se topaba con personas
piadosas, dispuestas a socorrerla con algún dinero. En esos casos, ella se
apoderaba de los billetes y se alejaba sin emitir ninguna palabra ni realizar
gesto alguno.
Pero los dioses del Olimpo no suelen ser
complacientes con los humanos, y actúan como si disfrutaran sembrando sus vidas
con obstáculos, muchas veces insalvables, especialmente cuando depositan su
atención sobre personas que se debaten en los límites de la subsistencia. Y en
este caso, los obstáculos se corporizaban en los mozos de La Biela (supongo que
también los de los otros bares que la mujer frecuentaba). Así es, cuando la
veían rondando entre los clientes intentaban atraer su atención mediante chiflidos,
exclamaciones o sonoros aplausos. Pero la mujer sabía que si miraba hacia el
lugar de dónde provenían, ellos le indicarían, con inequívocos movimientos de
sus manos, que interrumpiese su labor y dejara de molestar a los clientes. Por
ello, fingía no darse por enterada, si bien se cuidaba en mantener una prudente
distancia de sus acosadores. Entonces daba comienzo una rutina cuyos
involucrados parecía haber adoptado como un juego. Daba comienzo cuando alguno
de los mozos daba un par de pasos, amagando con ir a su encuentro. Ella, que no
los miraba pero que, de algún modo, registraba sus movimientos, se alejaba otro
tanto sin dejar de presentar las recetas ante los comensales, y así una y otra
vez; recién cuando el mozo enfilaba decidido en su dirección, la mujer emprendía
la retirada hacia otro de los bares de la cuadra, no sin antes, ahora sí, fijar
en el hombre una mirada cuyo mensaje podrán imaginar.
Pasó el tiempo y apenas si pude apreciar unos
pocos cambios en su apariencia. Por supuesto, la muda de sus prendas, con los
cambios de estación, era lo más evidente; ya con los primeros calores vestía una
blusa estampada de mangas cortas que dejaban al descubierto sus brazos flácidos
con colgajos de piel y una pollera de un verde oscuro deslucido, y durante los
meses fríos, el ya mencionado abrigo marrón. Otro de los cambios pude
percibirlo en la cabellera, la cual, si bien conservaba el corte y peinado de
siempre, paulatinamente se iba poblando con mechones de un gris ceniciento. Finalmente no puedo dejar de mencionar un
detalle, que aunque mínimo no por ello menos relevante: periódicamente las
recetas en su mano lucían como nuevas.
Claro, los lectores que siguieron esta
crónica con atención dirán: <<un momento, ¿y la criatura?, seguramente debe
haber crecido>>.Supongo que sí, pero no la que llevaba en brazos, a menos
que fuera descendiente de Dorian Grey. El niño o la niña, nunca lo supe, siempre
conservaba el mismo tamaño, siempre dormía, siempre en la misma posición, con
la cabeza apoyada sobre el hombro de la mujer. ¿Un muñeco, tal vez? Debo
admitir que esa idea pasó por mi mente, hasta que, en una ocasión, observé
movimientos en sus piernas, despejando así toda duda.
Ocurrió un día. Estaba en un bar de la
avenida Las Heras, frente al hospital Rivadavia, compartiendo un café con un
médico de dicho nosocomio; de pronto, vi entrar a la mujer con el bebé en
brazos, blandiendo las consabidas hojas de papel. Tenía, para mí, que su radio
de acción se limitaba a las veredas de los bares frente al cementerio, dónde
abundan los turistas, pero por lo visto me había equivocado. El caso es que
comenzó a recorrer las mesas con su acostumbrado ritual, hasta que llegó a
nuestro lado y, sin pronunciar una sola palabra, expuso las recetas ante
nuestras narices. Mi acompañante, después de echarles un rápido vistazo,
extrajo una tarjeta del bolsillo del guardapolvo, escribió algo en el reverso y
se la entregó a la mujer mientras le indicaba que tarjeta y recetas, en la
farmacia del hospital, que allí le entregarían los remedios sin cargo. Ella lo
miró con ostensible desprecio, realizó un gesto desdeñoso con la boca, dio
media vuelta y se alejó. Nosotros, sólo atinamos a mirarnos azorados, sonreímos,
nos encogimos de hombros y retomamos nuestra charla.
Volví a cruzarla varias veces, siempre en
la misma zona, hasta que desapareció o tal vez no coincidíamos en los horarios.
Fue en el invierno del 2019. Iba
caminando por la Calle Vicente López, cuándo veo venir de frente la
inconfundible figura de la mujer. A pesar del tiempo transcurrido los rasgos en
su rostro conservaban su antigua identidad. Erguida como antaño, en esa
oportunidad andaba con paso calmo, sin aquella urgencia que la animaba en las
veredas de la Recoleta. Era la misma mujer, pero no igual. Tenía los labios
pintados de rojo, su piel curtida lucía más tersa y los profundos surcos en la
cara eran menos profundos; las mejillas se veían más llenas y las canas habían
desaparecido en su ahora cabellera negra brillante, prolijamente peinada. Vestía
un gabán negro con amplias solapas sobre una blusa de un blanco níveo. La
pollera, gris perla, larga hasta debajo de la rodilla, se ajustaba a su cuerpo.
Completaban su atuendo zapatos negros de taco alto y cartera al tono. Eso sí,
sus ojos, ahora maquillados, conservaban aquella mirada dura y desafiante. No
cargaba ninguna criatura en sus brazos.
Pasó a mi lado con la vista al frente,
inmutable. Yo, seguí caminando sin voltearme para verla alejarse. Había visto
lo suficiente.
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